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sábado, 11 de mayo de 2013

DON DELFÍN, EL CURA DE MI PUEBLO

Por  Edgardo Encomendero Yépez
Cartagena España

Recuerdo aquella ceremonia, tendría yo siete años, en que alineados en la iglesia y en doble fila; el Obispo que había llegado de Cajamarca, nos confirmó con las frases habituales, terminando con una señal más que sonora en la frente.
Como era su deber, nuestro más que joven sacerdote ayudó a decir misa y es de ahí que aparece en mi mente su imagen. Muy rubio, muy alto y ya más que joven.
Delfín Lozano, que así se llamaba el párroco, ejerció su labor apostólica con autoridad exagerada, permitiéndose licencias que los feligreses estaban lejos de comprender, y si no protestaban
era simplemente por el excesivo respeto que le profesaban. Ya se encargó en su presentación, de hacerse llamar: “el enviado hombre de Dios en la tierra”, afirmación categórica que le permitía que su presencia fuera aún más significativa, temida e incuestionable.
Sus homilías las matizaba con expresiones muy españolas como; “coño,” “bobos,” “memos”, palabras hasta ese momento desconocidas, y que ampliadas por la sonoridad del templo, otorgaban mayor solemnidad a su sermones.
Terminando el sacramento de la eucaristía, don Delfín se apresuraba apostarse a la puerta de la iglesia para despedir a sus fieles, siendo mayor el interés por las feligresas, a quienes tras las palabras de “hasta el próximo domingo” las acompañaba con palmaditas en el trasero; permitiéndose con posterioridad y de forma jocosa, comentar con los hermanos, Olazo, los Alvites, Ezequiel Roncal y otros compañeros de partidas y tragos, los diversos atributos anatómicos, diciendo
que María, tenía las nalgas fofas, grandes las de Idelsa, y muy prieto el trasero de la Adelaida, etc.
Para evitar las “bendiciones” del cura, las mujeres se apresuraban a dejar la iglesia; hecho que molestaba enormemente a don Delfín, lo que le permitía en el próximo sermón y desde el púlpito, llamar airadamente la atención de las parroquianas, reprochándoles por la prisa demostrada, que
ésa no era forma piadosa del verdadero creyente y que “nuestro señor” tarde o temprano, las castigaría.

Lisandro Uriol, pulcro, educado, y bien peinadito, fue el elegido entre los muchos adolescentes asiduos a la iglesia, para que le ayudara en los oficios religiosos, deferencia que sus padres, Manuel y Carmen, agradecieron con la mayor reverencia. 
Lisandro, lo mismo servía para los mandados, repicar campanas, reponer periódicamente el agua bendita y otros cometidos, ganándose con el tiempo su total confianza.
Un día Don Delfín, pensando en su descanso eterno, muy de mañana ordenó a Lisandro se acercara al mejor carpintero del pueblo, Porfirio Morales, para que le hiciera un ataúd que llevara ruedas, pues así prescindiría de todo bobo que quisiera ayudar para llevarlo a su mausoleo en el Campo Santo.
Lisandro hijo mío, solía decirle como confesándose: “en este pueblo de infieles nadie me quiere, y son capaces estos pecadores de no enterrarme y dejar que me coman los gallinazos.”
Era verdad que en el pueblo no gozaba de mucha simpatía; mientras unos se quejaban de no ser visitados por él, por no tener plata; otros lamentaban la forma autoritaria de ejercer su misión
de apostolado. Entre estos, había quien afirmaba y decía “éste es todo menos sacerdote”, otros, dudaban que realmente fuera cura y callaban, más por temor al castigo divino que por respeto.
Muchos, sin embargo no olvidaron la deuda que años atrás contrajeron con don Delfín, cuando no pudieron devolverle el milagroso San Antonio.
Fue aquel día en que, para evitar los estragos causados por las lluvias torrenciales en el año 1957, las aguas desbordaron el cauce del río, causando grandes destrozos, llevándose muchas huertas, animales y chacras sembradas, con pocas esperanzas y esperando obrara prodigios el santo, acudieron vomo último recurso a don Delfín, para que les dejara la imagen de San Antonio. No fue fácil convencerlo, pero finalmente accedió. Llevado en andas por los agricultores, colocaron la imagen bien atada con alambres y sogas en lo más alto de un sauce.
La sorpresa fue grande, y la pérdida de la fe mucho mayor, al comprobar que sauce y santo, se los había llevado el río enfurecido.
Sin dudar de la prodigiosidad del santo, el cura atribuyó su desaparición como justo castigo y condena a esos cholos labradores y pecadores, que no se merecían los favores del santo.
Muy enfadado, y profiriendo groserías rechazó la compra o el pago por la efigie perdida; “juro por la madre que me parió”, dijo, alzando la voz y con la cara enrojecida por el disgusto, “que aunque viniera el mismísimo Papa en persona, no aceptaría sacar imagen alguna de mi iglesia” y si os permito pasear a San Isidro por las calles de Tembladera, es porque es el Santo Patrón del pueblo, “pero ya veremos, bobos, coño,” sentenció muy amargado.
Los ojos de un azul cristalino y su voz grave, junto a su corpulencia, daban a don Delfín la apariencia de emperador romano, sobre todo cuando la mayoría de los días y por el calor, pan de cada día; sin quitarse el bonete negro, vestía la sotana blanca.
A veces, don Delfín, con largas zancadas, bastón al hombro, bonete y paso militar, iba por las calles del pueblo para asombro de la gente, que consideraba tales arrebatos a una pérdida de control, otros, pensaban que evocaba con nostalgia la vida castrense en su España.
Como pensionista fue bien recibido en la casa de Juventino y Julia Alfaro; encargados de la agencia de transporte de viajeros Saez, y a quienes servían comidas.
Alguien al verlo devorar la comida, dijo que el “curasa” español era una cuchara brava y de plato hondo, nada rentable para los dueños de la pensión; pero Julia y Juventino, no dieron oídos a
esos repetidos comentarios y creían que era mejor y un honor, que a su mesa se sentara un miembro de la santa iglesia católica, apostólica y romana. Habituado a no dejar nada en el plato y más bien repetir, no olvidaba eso sí, esa especie de bendición cuando pronunciaba : “Dios se lo pague“.
Un viajante de comercio no pudo contenerse del espectáculo del depredador gastronómico, diciendo en voz baja “carajo!!!
Para ser canónigo, come como un animal”. “Es lo mismo”, le respondió el compañero de mesa.
Concluida alguna visita prometida, generalmente por la tarde y tras haberse llevado algo al cuerpo, tomaba camino abajo hacia su parroquia, sin perderse la paradita obligada en casa de Eczequiel Roncal. Ya acomodado, reposado a la puerta de la casa y sin perder ripio, pedía que Isabel le sirviera la copita de cañazo.
Cuando alguien pasaba por la calle, no podía dejar de sorprenderse por la forma cómo de un solo trago, el cura vaciaba la copa, sin reparar fuera verano o invierno, dirigiéndose al indiscreto mirón, decía: “es para calentarme el gaznate, bobo”
Sus visitas no las prodigaba a todos los parroquianos, que argumentaban, era porque no tenían plata y prefería las casas de los ricos, quienes al verse agraciados por tan ilustre visitante, suponían perdonados sus pecados, y redimidas sus almas.
No escatimaban detalles ni atenciones para obsequiar a tan insigne autoridad religiosa; a la visita, la casa era vestida de gala y en las mesas lucían manteles y servilletas bordadas, hasta este momento casi olvidado en los baúles. Gozosos le ofrendaban con sus manjares, sin reparar en gasto ni cantidad.
No eran pocos los fieles que con mucha antelación encargaban a Trinidad, hermoso pueblo serrano, cabritos y aves, piezas preferidas por don Delfín.
Bien en el patio central o en el mismo portal de la casa, pero siempre en el mejor de los asientos, hacía descansar sus posaderas y cual bíblico profeta iniciaba sus pláticas, con la energía de su autoridad, sin dejar de hacer aprecio a cuanto le ofrecían, incluidos café, copa y cigarrillos
Cuando alguien ponía en entredicho o duda la base de su oratoria, don Delfín echaba mano a lo escrito en el Santo Evangelio, que expresado en lenguaje “chapetón”, no daba lugar a réplica, rematando el diálogo con un rotundo y contundente golpe con su bastón de ébano, con peligro de romper su mango de oro y plata. Así era nuestro presbítero.
Con su acostumbrada frase: “que Dios esté con vosotros” levantaba, venciendo el reumatismo que decía padecer, su corpulenta figura, dando por terminada la visita. Los amigos ya le esperaban para la partida en la parroquia.
El pueblo entero sabía del hacer y costumbres de don Delfín, por la forma y cadencia del repicar de campanas.
Cuando se retrasaba más de la cuenta para la partida, con doble golpe de badajo se lo recordaba Lisandro; quien además bien instruido lo tenía, mediante gestos estudiados para hacerle ganar al póker; sonreíale, cuando al amo le favorecía la suerte, y si el montón de plata acumulado podía perder, de forma discreta y casi al oído, le decía: “don Delfín, padre, que le esperan para hablar de un bautizo”.
Una de las casas ricas que conformaba la plaza de armas, pertenecía a don Misael González, fue a su puerta una tarde, cuando sabedora de la necesidad de sirvientes, llamó una señora que por su atuendo y forma de hablar procedía de la serranía, huyendo de la pobreza. Tres hijos la acompañaban; doña
Rosacela, esposa de don Misael eligió a la mujercita, la mayor, que tendría 14 años llamada Teodora. Con tal de tener un techo  y llevarse algo a la boca, su madre no pidió más y el trato quedó
hecho.
La niña como criada, se quedaría a servir a la señora a cambio de lo acordado y de alguna ropita.
Muy pronto la adolescente vivaracha de ojos verdes y bien parecida, empezó el camino de convertirse en mocita. Sus dientes bien alineados y blancos dibujaban una constante sonrisa, trenzas largas y castañas, alcanzaban su cintura, el fondo o falda larga, habitual atuendo serrano, al caminar dejaba a la vista unos finos tobillos.
La actitud chuncha, tímida, que mostraba Teodora, la interpretaban los mozos y no tan mozos del pueblo, como sonsa pero coqueta y de una provocación sin límites, dados sus atributos.
Con Pinocho, algo mayor y más indio que cholo, también recogido sin ser adoptado, formaban el par de criados necesarios para este matrimonio ya entrado en años y muy solos.
Teodora por un lado, mermó la soledad de doña Rosacela, mientras a don Misael, Pinocho lo liberó totalmente del trabajo físico.
Los amos rondaban más de los sesenta años; el único hijo, Mardoqueo, con el sueño dorado de saludar desde los aires a sus paisanos tembladerinos y aterrizar un día en plena Plaza de Armas, decidió marcharse al extranjero, ser aviador, “como Jorge Chávez,” dijo en reiteradas ocasiones a sus padres, quienes grabaron esa frase, confundiendo sus mentes entre la más penosa soledad y la esperanza infinita.
Teodora y Pinocho, desde el alba al anochecer, se ocupaban del cuidado de los animales, limpiar el caserón, ordeñar la vaca suiza, amén de todas las labores de la casa. Unos animalitos de carga eran los pobrecillos, pero por lo menos tenían seguro, techo y comida, aunque fueran las sobras y dejaran sin suficiente pitanza a los perros.
La muchacha además, tenía a su cargo la limpieza de la parroquia del sacerdote, y como yapa, el cuidado de las imágenes de la iglesia, y en esa obligada brega diaria, la obediente sirvienta hubo de ser y mucho, que de la noche a la mañana, el vecindario empezó como un gallinero acosado por el zorro, a comentar la “pancita” de Teodora, quien por su inocencia, tardó n darse cuenta del progresivo aumento de su vientre.
Fue tan comentado el preñado de la sirvienta, hasta el extremo, entre chascarrillo y bromas, de cruzar apuestas entre las gentes del pueblo, para acertar el nombre del padre de la criatura.
Conociendo las inclinaciones del presbítero de toquetear y palmear traseros, y a “meter el diablo en el infierno”, muchos de los apostantes se inclinaron más por él, que por don Misael, el amo de la casa.
Los amos de Teodora debiendo dar una explicación de los hechos; consintieron echar la culpa a su compañero de faenas; fue entonces indagando la verdad, cuando Pinocho soportó con gran valentía de las manos de Don Misael, el peor castigo que pueda infringirse a un ser humano. Tal paliza no sirvió para escuchar la confesión deseada de la boca de Pinocho y juró por todos los santos que a Teodora la había considerado como una hermana. El maltratado cholo, viéndose totalmente perdido esa misma madrugada se echó a la carretera, desapareciendo del pueblo. Mal, muy mal lo hizo, el pobre; pues quienes dudaron de su paternidad, con su fuga automáticamente se otorgaba el delito, bordando la impunidad del presunto padre de la criatura.
La desgracia en que se encontraba Teodora, según opinión de mucha gente, no era tal para ella, quien se sentía feliz, y no acababa de comprender el alboroto suscitado por su embarazo, tan natural entre los animales como había observado sin asombro, allá en su aldea serrana.
Teodora, incrementó su felicidad al comprobar que su “barriguita” había despertado en sus amos, mayor cariño y consideraciones antes no encontradas, convenciéndose por el contrario, que no tan malo había sido su “mal paso”, expresión que más de una vez había llegado a sus oídos con ánimo sin duda, de compadecerla.
Teodora, de ser un animalito de carga que dormía en el suelo y vestir de andrajos, pasó a ser tratada con menos dureza, rozando ese amor casi barato, que es el afecto. Desde entonces dormía en cama, de una simple criada y “recogida” pasó a creerse parte de la familia, incluso dueña de la casa.
A medida que su figura se transformaba por la gravidez, se le veía muy orgullosa de mostrarla, cuando del brazo de su ama y señora, iba al mercado para la compra diaria.
Sus vestidos confirmaban a todos los vientos el tierno contenido de su vientre, sus labios se engrosaron con lo cual su rostro de adolescente poco a poco adquiría esas hermosas facciones, propias de una mujer encinta.
Una vez y de madrugada se despertó riendo, soñaba que jugaba con una muñeca, los movimientos fetales la devolvieron a la realidad.
Muy lejos estaba del concepto del pecado, su embarazo le provocaba más bien gozo y de tal ensueño solía ser despertada por las vecinas; muchas, la trataron con esa dulce experiencia que habían conocido al ser madres. Otras, mostrando su compasión, ofrecíanle su apoyo incondicional.
Sin embargo los comentarios de la mayoría del pueblo se multiplicaron, a cual más mezquino, más jocoso, poniendo en entredicho y burlándose de los principios que tanto defendía el cura, como la honestidad, castidad, rectitud, respeto. A medida que avanzaba el estado de gestación de Teodora, muchas más eran las sospechas que recaían sobre don Delfín.
En la madrugada del 14 de mayo, víspera de la fiesta del patrón del pueblo, San Isidro, Teodora fue despertada por los dolores en su vientre. Al sentirlos más fuertes, cercanos y frecuentes, entonces comprendió instintivamente que había llegado el momento de parir, hecho más de una vez contemplado, en las cabras y ovejas, allá en su aldea de procedencia.
Doña Rosacela notó en la habitación contigua ocupada por Teodora, ciertos movimientos inquietos y ahogados gemidos. Se levantó y comprobó que había llegado a Teodora su hora. La sordera de su esposo no fue superada ni alzando la voz por lo que fue preciso acercarse a su cama y tocándolo, despertase para que avisara a uno de los vecinos, fuese en busca de los servicios de Cirila.
Los años ejerciendo de partera habían conferido a Cirila una experiencia y fama tan amplias en el servicio de cigüeña, que la requerían de muchos pueblos. Muchas veces fue llamada para un parto difícil de ovejas y cabras.
Aún cuando los cuartos de cañazo ( ineludible exigencia y pago por asistir al parto) sobrepasaban el número que su anciano y diminuto cuerpo podía soportar, su saber seguía ejerciéndolo con soltura y eficacia, aunque más de una vez, fuera despertada por el llanto y movimiento del recién nacido y sorpresa de los padres.
Desencadenado el alumbramiento, no hubo gestos de dolor en el hermoso rostro de Teodora, tampoco gritos ni lágrimas; con su fortaleza é inexpresividad quiso hacerlo todo suyo y más por ese fruto, el más más hermoso y único de sus secretos.
Cirila, con sus mejores y cariñosas palabras, le aconsejaba cómo debía respirar, cómo empujar, cómo apretar; convertirse en madre, le susurraba, es lo más hermoso, sobre todo cuando ese calatito saliera de sus entrañas. 
En ese trance estaba, cuando tras una fuerte contracción se asustó al sentir que se mojaban sus muslos sin haber orinado. Has roto la bolsa, has hecho aguas, le dijo Cirila, tranquilizándola.
Muy pronto asomó de forma lenta, entre sus muslos, una pelambrera rubia, que con dos contracciones más, bastaron para expulsar totalmente la cabeza de la criatura. Cirila, la rodeó con sus manos diminutas, al mismo tiempo que jalaba de ella, la rotaba, aparecieron hombros y de inmediato el cuerpo entero sexuado de una niña de piel blanca, rosada y rubia, parcialmente cubierta por un sebo blanco, que con grito agudo seguido de un enérgico llanto, rompió el silencio del enorme caserón.
Anudando el cordón, Cirila dio por terminada su labor en el parto.
Cuando la recién nacida calmó su llanto, sin dejar quietas sus manitas, el azul de sus ojos llamó la atención, desatando suspicacias y confirmando las sospechas de todos los que rodeaban a Teodora. Las evidencias genéticas de Pinocho, nada tenían que ver con la recién alumbrada.
La niña quedó dormidita, toda de rosa encima de unas blancas y bordadas sábanas de Holanda que vestía esa cuna tan reluciente, que podía pensarse era de oro. Mardoqueo, el hijo soñador, bien podía merecerse tan fastuoso lecho.
Las conjeturas por atribuir la paternidad de la recién nacida Cesarína, que es como la llamaron, se centraron en las personas referidas, duda que se logró despejar con los años, cuando ya no es posible ocultar la verdad por ese peso en la conciencia. 
Cuentan que don Delfín, militar él, fue perseguido por un compañero de armas, allá en su España, cuya esposa adultera fue descubierta en infidelidad; huyendo a América, logró refugio en un Monasterio de Panamá, donde tras un largo tiempo de estudios fue ordenado sacerdote; entonces decidió ir a Perú, con la misión de propagar la fe del cristianismo.
También se sabía de sus encargos de confeccionar camisas a Fabiana Tejada, que enviaba con frecuencia a España, que sufría por entonces, los estragos de la Guerra Civil, por lo que puede deducirse que don Delfín era una militar franquista.
No fue fácil su vida en Tembladera como él pudo desear. El Club Social que colindaba con su dormitorio en la parroquia, y que por las diversas actividades, sobre todo los bailes con orquesta, no permitía su descanso, y cuyo disgusto no solía callar.
Por si esto fuera poco padecía una obsesión de persecución, de tal forma que la seguridad de su estancia la confiaba al uso de muchas cerraduras, candados y apuntalamientos en sus puertas.
Se desconoce con precisión su edad ni cómo finalmente llegó a Tembladera, donde ejerció su ministerio casi cincuenta años.
Más de medio siglo de vida de un hombre, son miles de anécdotas las vividas, sobre todo en la de un personaje público, no solo de carne, como lo fue don Delfín.
Cuentan que quedaron estupefactos todos los presentes, cuando tras bendecir la inauguración del Molino de San Isidro, año 54, se marcara un pasodoble español con la señorita Cabaza, destacada dama invitada.
Esta historia que relato, que podría ser tachada de irreverente, calumniosa o truculenta e incluso una blasfemia, como alguien la calificó, pero nunca dejaría de ser tan humana y digna de él, quien acertado o no, siempre procuró la salvación para sus parroquianos.
En esta perspectiva vaya para don Delfín Lozano, mi mayor admiración y respeto y que esa forma de confirmar que tuvo el Obispo y que él observó, lo recuerdo como un hecho obligado, aunque para mí como niño, fue otro el cariz.
El Obispo de la Diócesis cajamarquina, enterado de lo anciano y gravemente enfermo que se hallaba don Delfín, y creyendo serían sus últimos momentos de existencia, ordenó su traslado a Cajamarca, para rendirle toda clase de cuidados y merecidos homenajes, y permitir que sus dos hijas ya señoritas, habidas con una distinguida dama de esa ciudad, le profesaran su amor filial, tanto tiempo ocultado.
Acondicionaron la cama del agonizante en una camioneta, con espacio suficiente para que las dos monjas y el sacerdote que lo acompañaban, pudieran llegado el momento, ungirlo con los santos oleos.
Tras ellos, les seguían vehículos ocupados por sus más fieles feligreses tembladerinos, así como los lugareños de los pueblos vecinos, muchos de ellos a lomo de sus bestias.
Lisandro repicó las campanas a muerto, y con esa sonora señal se inició la salida de la comitiva del pueblo, que más parecía una procesión de Semana Santa que el traslado de un cura en agonía.
Casi dejado el pueblo, a la altura de Chinguión, Don Delfín, dio un salto en la cama, pidió que se le quitara la mortaja y exigió con sorprendente vitalidad y blasfemias, que lo bajaran de inmediato de la camioneta, alegando que él quería morirse en Tembladera, que por eso hizo construir un mausoleo en el centro del cementerio.
Mostrando una lucidez proverbial, precisó muy enfadado, que en su momento dejó bien claro que pusieran en su lápida, el nombre, día y mes de su muerte, más no el año.
Pocos días sobrevivió a esa insólita reacción vista en un moribundo, hasta que en la madrugada de un domingo se le acabo el aliento y con él la vida, ahí en ese pueblo que amó, justo cuando Cesarina, cumplía cinco añitos.
El sepelio se hizo con el calor y afecto de todo un pueblo, fiel, creyente y agradecido, las campanas, sus campanas, también lloraron por él.
Doña Rosacela vistió de luto riguroso a Teodora y a Cesarína, quien con un ramo con cinco rosas blancas acompañó el sepelio, y que ayudada por Lisandro, depositó al pié de la lápida.
En la cruz se pueden leer sus iniciales en un azul descolorido por el tiempo. Rodean la tumba algunas margaritas rosadas y blancas, también agradecidas; en sus paredes algo descascarilladas, en semi arco, tal como él quiso sin fecha ni año de su muerte, hoy se puede leer con cierta dificultad:
DELFÍN LOZANO MARTÍN
Allí, para el día de Todos los Santos, sigue celebrándose misa; ya pocos de los que asisten conocieron al sacerdote, pero el resto de tembladerinos, lo guardarán en el corazón y en la memoria.
Personaje tan humano como hombre, olvidarlo sería la mayor de las ingratitudes….Recordarlo, el mejor de los homenajes.


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