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lunes, 16 de marzo de 2020

Carnaval de Cajamarca 2020

Carnaval de Cajamarca 2020
 
 

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CHINALINDA

Por: Melacio Castro Mendoza


Más grande y mucho más hermosa que una gallina, el ave hembra conocida en los campos de la sierra de San Gregorio de Mozique, (San Miguel/Cajamarca) como Chinalinda, dejó el tupido verde monte y atravesando mi angosto y empinado sendero, apenas a unos metros de mis ojos, se detuvo y cantó. Sin aún haberla visto, siempre había oído hablar de ella. Sorprendido por su cercanía, frené mis pasos como un autómata, y sin respirar casi, la observé buscar sus alimentos entre las hierbas de la tierra dura. Concentrada, con su ganchudo pico amarillo golpeó el suelo, y volvió a cantar. En aquel momento, a la carrera, acudió a ella su macho. Algo crestón y no menos hermoso que su hembra, me resultó una delicia observar el movimiento de ambos. Sus exhuberantes vestimentas, color negro y brillante, dejaban ver un poco más abajo de sus pechos, de sus piernas, de sus alas y de sus colas, abundantes y bien delineadas plumas blancas. Alegres, quizás, de haberme visto tan de mañana, cantaron en dúo. A punto de aplaudirlos por su fantástico regalo musical, alzaron vuelo y volvieron a la espesura de su monte. Aquella mañana, tan esplendorosa, corta e inesperada presencia suya me dio la sensación de ser un muchacho muy afortunado.


Ver a tan maravillosos ejemplares de ave Chinalinda me ayudó a entender por qué, entre los campesinos de los campos de la sierra cajamarquina, el color negro es símbolo de belleza. En él los campesinos rinden culto a la noche.

El color negro del plumaje de la Chinalinda, oí decir a mis familiares de los campos de San Gregorio, siempre va de la mano del color blanco. El uno complementa al otroEn la tierra, solían agregar, entre todos los colores, el negro representa la parte del día que nos trae el reposo y los sueños. El amarillo, a su vez, color del ganchudo pico del ave Chinalinda, sostenían, expresa la síntesis característica de la esencia del oro, obra éste de alguna Divinidad que se preocupó por pulir con él la perfección de la Belleza. 

Para el grueso de mis familiares, minifundistas montañeses de las occidentales tierras situadas en la Provincia de San Miguel de Pallaques, el ave Chinalinda era una muestra de perfección. Formateada (formada) por una bestial elegancia, según doña Juana Mendoza Novoa, mi mamá, aquella ave tiene una costumbre virtuosa: es inseparable de su pareja. La hembra y el macho constituyen una muestra de mutua entrega y un símbolo de ternura. Nunca ella pudo ver vivir a la una sin la otra, me instruía.

- Quien mata a la una, aunque no la toque, mata a su pareja. De igual modo, en la Sierra, cuando nuestras parejas mueren, aunque la enfermedad que se las llevó no nos toque, morimos de tristeza – acentuaba.

- Cholo Mela – solía abordarme acortando mi nombre la hermana de mi mamá, mi tía Rogelia Mendoza Novoa – si alguna vez quieres hacerte de una muchacha salvaje de estas montañas, sólo tienes que decirle que tiene la preciosura de un ave Chinalinda.

Tras escucharla, mi mamá Juana soltaba una carcajada y en voz alta, atribuía a su hermana Rogelia la condición misma de salvaje.

“Lo salvaje puede encerrar virtudes y lo bello, peligro y vanidades, hijo”, me confesó una vez mamá. Pensativa, fijó sus ojos en los míos, y agregó: “Lo salvaje y lo bello pueden ser peligrosos y mortales. En una Chinalinda, lo salvaje y lo bello se juntan, seducen y pueden dar una abrumadora forma a la delicadeza y al amor”. “Una mujer serrana y campesina, hijo”, opinó bajando un poco la voz, “casi siempre soleándose en su abandono montañés, es delicada y es amorosa. En las ciudades, casi nunca es apreciada. En la costa, menos. Quizás por eso, en mi cerebro y en mi corazón, por su habilidad de convertir la tierra ruda en surcos y los surcos en fuente de productos alimenticios, tan necesitados y buscados en la sierra, en la costa y en la selva, esa misma mujer es, para mí, además de trabajadora, todo una brava y secreta Chinalinda”. 

Ante aquellas palabras, entendí, así mismo, de paso, por qué mi papá, Víctor Castro Julca, buscando los favores de mamá, después de nuestras cenas realizadas a veces al calor del mismo suelo y del fogón, bajando la voz hasta casi hacerla inaudible para sus hijos, le decía: “Aunque en la costa los dos sufrimos y aunque, además, tú me haces sufrir, te quiero mucho, mi Chinalinda”.

Caín es un pueblito costeño de la costa norte. Sus cuatro puntos cardinales lucían rodeados por haciendas. Mis padres llegaron desde la Sierra a Caín, justo para pocos días después verme nacer al pie de una choza de debajo de un algarrobo. Su diminuta población crecía de año en año. Entre diciembre y marzo, los costeños “puros”, quienes impulsados por una cadena hereditaria de frustraciones económicas y de prejuicios nos corrían a pedradas, siempre quedaban en minoría. Sucedía que, en busca de los trabajos de temporada veraniega que ofrecían las haciendas, los campesinos de la sierra cajamarquina bajaban a Caín. Luciendo ojotas, sombrero de palma blanca con una cinta negra en su copa y ponchos teñidos con colores extraídos de ciertas plantas andinas, alforja al hombro  arribaban con quesos, cancha, yonque y su “averiada” forma de hablar. Si a los más jóvenes solía gustarle alguna muchacha del lugar, menor o mayor que ellos, la señalaban y por temor a ser celados y aporreados por sus familiares costeños, ejerciendo la peonada en los transplantes de la semilla del arroz, cerca mío solían suspirar y expresar en voz baja: “Me gustaría cargar a la montaña a esa Chinalinda”.



Cajamarca, 07 de diciembre de 2014



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Concurso de Zancos

Concurso de Zancos


Por: Víctor Hugo Alvítez Moncada*



-¡Jesús, María y José! Comadreee Fiiilo, comadriiita Fiiiiloooo, avísele a mi Rosita y a mi padrino Benjamín que ahorita el Jorge Pichuta se cae y se lisia, que vengan rápido con su rebenque o la baticola y le asienten dos bien daos por las patas a ese mocoso malcriao, figúrese Ud. hasta dónde se ha subiu. ¡Ave María Purísima!
“Concurso de Zancos” ilustración muy expresiva y alusiva de Victor Hugo Alvites Moncada.


-Qué pasa comadrita Cruz, ¿qué le pasa a mi Pichuta´, dónde pué se ha subiu mi cholito?

-Allá arriiiiba comadritaaa en semejantes zancasooos que ya llegan al techo, mirelousté… ¡Virgencita del Arco!

-Jorgito, Jorgito, cuidadiiito te vayas a caer, báaaajate hijo, báaajate…

Y a pesar del susto de los mayores, la fila de zanqueros no se detuvo y siguió por el centro de la calle Bolívar rumbo a la Plaza de Armas del pueblo con Jorge Pichuta a la cabeza. Era mes de marzo, tiempo de fuerte invierno, neblinoso; cuando por un instante el cielo dejó de llorar y los tejados escurrían sus últimas lágrimas después de la acostumbrada y torrencial lluvia. El concurso de zancos se había pactado para ese día y no podía postergarse -cual duelo de caballeros. El firmamento cómplice, se abrió como divino milagro del Niño de Atoche del dosel de doña Encarnita, quien al ver el desfile se dio media vuelta y se postró en su reclinatorio encomendando a todos los pequeños no vayan a tropezar y se vengan de cabeza, entre ellos también figuraba su engreído Alvarito “Chita”.

Las vacaciones estaban a punto de fenecer y se avecinaba el nuevo año escolar del próximo mes de abril de éstos primariosos sin haber podido divertirse a sus anchas como solían hacerlo siempre, por culpa de los fuertes aguaceros. El ingenio y entusiasmo del profesor Jorge César, propulsor de mil concursos, andaba al mismo ritmo y alegría de la niñez de su tierra; él también iba a retornar a sus labores de maestro en la capital y entonces ¿quién se iba a encargar de la competencia, sorpresas y premios para los ganadores?

San Miguel, no contaba con televisión, nintendos o play stations –como ahora- para poder entretenerse, solamente el ingenio de los niños volaba a cien por hora. El tiempo de jugar a las “volcaditas” con carritos de madera o plástico tirados de una pita la pelota; las puestas en escena de algunas obritas teatrales de su invención y presentaciones de títeres; la simulación de globos aerostáticos en periódicos usados del molde de don Feliciano Patito; el bolero en competencias a punta de carambolas, el trompo y las bolitas; el carnaval con bastante agua, globos, talco y de las serpentinas largas concertinas; las carretillas; los pitos, saxofones de ramos y fuetes de totora en semana santa, más la matraca, o intensas noches de las “escondidas”, el “tarro-tarro” y el “cush-cush” ya los había cansado. Faltaban solamente los zancos para terminar bien las vacaciones y con ellos desafiar alturas, charcos y lodos de barro que dejaban los terribles aguacerales.

El entusiasta animador, jurado y mecenas de esta sana diversión, sus juegos e inocencias, rescatando habilidades y fortalezas infantiles y juveniles, esperaba sonriente -parado al centro del balcón celeste de su casa-, el paso de los zanqueros, novedoso concurso e inédito en el mundo, como para un Record Guinesse que por vez primera se daba en San Miguel de Pallaques; rodeado de sus padres y hermanas quienes desconocían el espectáculo, y en los extremos del amplio balcón dos maceteros conteniendo plantas de geranios con flores rojas que al parecer al instante del concurso despertaron engrandeciendo sus ramas al son de los fuertes aplausos tributados por la familia Díaz-Sánchez.

El profesor Jorge César, todos los años retornaba desde Lima al lar de sus ensueños a pasar vacaciones junto a sus seres queridos. Animó inicialmente un campeonato de fulbito entre los clásicos equipos de los barrios: “La Plaza”, “Zaña” y “El Panteón”, donde los adolescentes se prepararon y alistaron uniformes para ganar; el premio fue un pequeño trofeo luchado intensamente, resultando vencedor el equipo de “La Plaza”, en partidos disputadísimos, con presencia de atronadoras barras de cada conjunto; hurras y vítores que seguramente su eco perdurarán por siempre en los muros circulares y graderías derruidas de la vieja plaza de toros de San Miguel donde se libró la competencia.

Al conocerse el concurso de zancos, las ideas infantiles se elevaron en mentes frescas de todos los aspirantes. Los muchachos visitaron bosques cercanos del Antivo u otros para escoger y trozar dos tiernos eucaliptos –delgados y altos- donde sacaban la corteza y cargaban a su casa para orearlos y pronto confeccionar sus esperados zancos, añadiéndoles una tablita a cierta altura midiendo la posibilidad en el manejo y destreza del dueño. Pichuta, escogió los suyos en un bosquecito de doña Shona, al pie de la quebrada Lípiac y de una carrera ya estaba en su casa jalando los palos. Luego en el taller de carpintería de don Miguel Cubas, con costal al hombro pidió le regalen viruta, buen pretexto para dentro de ella escoger los “tronquitos” o tablitas más apropiados para los zancos.

Los niños premunidos de su par de zancos, uno a uno fueron llegando a sus marcas, especialmente quienes vivían en la calle Bolívar y a ellos se sumaron otros chiquillos de las calles aledañas: Jorge Pichuta fue el primero en sacar sus altos maderos y colocó a ambos lados de la ventana de la iglesia adventista que existe en dicho jirón, ordenó a los muchachos colocar los suyos en orden y de acuerdo a la altura en forma descendente y, de un santiamén se trepó en lo más alto de la ventana en arco protegida de fierros que posibilitó el ascenso, ordenando a los demás hacer lo mismo iniciándose la marcha; le siguieron Álvaro “Chita” que apenas sus zancos llegaban a la mitad de la altura del Pichuta; luego aparecieron los hermanos “Clavos” Mestanza que todos los años venían de Llapa a pasar vacaciones con nosotros; José Carlos “Moquín”, Nato “Chalaco”, Lucho “Supermán”, Víctor Hugo “Globo”, Celso “Oso peludo”, Jaime “Poncheras”, Chocho “Auquisa”, Pedro “Apra” y Edy “Baygón”, Ramos “Frejol” y el “Sheo”, cerrando fila los hermanos: “Blanco” y “Guicha”, “Tillo” y “Pashón”; más los vecinos Antero “Antuca”, Amilcar “Nikita”, “Sibiacho”, Alfonso “Cachito”, y unos niños carpinteros que vivían frente al consultorio de don Demetrio Lorito.

Las familias Quiroz, Montenegro, Díaz, Elera, Torres, desde sus balcones; -el profesor Jorge César al centro de su familia se miró emocionado cara a cara con Pichuta quien desde la altura de sus zancos sonriéndole como seguro ganador, alargó los pasos retorciendo los maderos-, les ofrecieron alegres sonrisas. Don Ramón, doña Edita y la dulce Arlita, doña Jeshu y su Zaira, doña Zoila, la Jonjo, el Shico y su perro Carasucia; doña Fisha y la Carmencita, don Chuzaso y su carcajada; agolpados en las puertas de sus casas y negocios más otros ocasionales vecinos, no podían ocultar su emoción y temor a la vez, admirando y aplaudiendo tan singular sorpresa del inusual concurso.

El paso de los zanqueros fue muy ordenado en larga fila, unos tras otros y del más alto al más bajo, quienes con mucha decisión lograron sortear varios obstáculos entre charcos de agua y lodos de barro de la calle en partes empedrada o las recordadas acequias; llegando hasta la Plaza de Armas, donde las señoritas Saravia y doña Aurora, mirando a la iglesia matriz primero se persignaron y luego ponderaron junto a varias personas apostadas en la acera como el Dr. Rosendo, don Valdemar, el larguncho subprefecto Lizarzaburo –mirándose a similar altura-, el cura Ruiz, don Lalo, don Alberto, don Arístides, entre otros; el tío Juan “Cavero” quien llegaba “picadito” les lanzó algunas lisuras e improperios a tal atrevimiento marchándose a dormir. Los zanqueros felices del deber cumplido, dieron una vuelta al perímetro de la plaza y retornaron a sus emplazamientos iniciales donde uno a uno fueron bajando de los zancos, en tanto que el profesor Jorge César rodeado del “Chueco” Martín, Javier “Pacaso”, “Loco Bicho”, “La Chiva” y el “Cochecito” Aladino; premió a los concursantes con caramelos y chocolates, entregándole al ganador absoluto Jorge Pichuta, una caja completa de golosinas ante el aplauso de todos.

Doña Rosita y don Benjamín, desde su balcón, celebraron la aventura de Jorgito de quien conocían sus múltiples habilidades y agilidad. Aquel día fue esperado en casa con un buen lonche consistente en chocolate batido con quesillo y apetitosos bizcochos de puro yema de huevos, siendo librado del seguro castigo que a gritos pedía doña Cruz. Doña Encarnita y la Filo se alegraron ver a sus arriesgados cholitos competidores sanos y salvos.

Los contendientes, contentos, echaron al hombro su par de zancos, embolsicaron sus dulces y golosinas, dirigiéndose apurados a sus respectivas casas porque los truenos y relámpagos por Sayamud y La Matanza, anunciaban una nueva arremetida; mientras el profesor Jorge César, extendió la mano y acarició las cabecitas de cada uno de ellos en señal de felicitación y gratitud, prometiéndoles un nuevo concurso y mayores premios para el próximo año.

-¡Jesús, María y José!

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* Poeta, documentalista y editor peruano, nacido en San Miguel de Pallaques, Cajamarca, sus estudios de educación primaria y secundaria los realizó en su tierra natal, Diplomado en Gestión Cultural por la Pontificia Universidad Católica del Perú, Fundador del Movimiento Cultural "Bellamar" y Círculo Cultural "Ferrol" y de sus revistas culturales "Bellamar", "Ferrol", “Puerto de Oro / Investigación & Creación”.

Ha fundado Editorial Pisadiablo y el Instituto de Literatura Infantil "Pisadiablitos", actualmente radica en Chimbote, Ancash, laborando en la Universidad Nacional del Santa y dirige el Centro de Documentación Regional "CHIMBOTE".

Ha publicado: "Huesos Musicales" (1995), "Confesiones de un pelícano e inventario de palmeras"(1998), "Torito de penca, Torerito de papel" (infantil - 2002) y "Árbol era esa mujer" (2004).