Mi credo humanista
Autore(a)s: Albert Einstein
PRÓLOGO
No es fácil discernir si la popularidad de Albert Einstein, que eclipsó a figuras del cine y del deporte, se debió a su condición de creador de las teorías más abstrusas de la física o a su carácter de humanista inmerso en la vida, o bien a su infatigable lucha por la paz, sostenida empeñosamente, sobre todo, durante su residencia en los EE.UU. En un mundo ensoberbecido por la posesión de armas de tremendo poder destructivo se convirtió en intérprete de una misión altamente honrosa, que coincidía con el anhelo de los pueblos indefensos. Desde su endeble posición de civil armado sólo de su profundo amor al prójimo y su buena voluntad aprovechó su prestigio de científico para sacudir el egoísmo de quienes piensan que la guerra es siempre un excelente negocio y los seres humanos el alimento indispensable que debe mantener esta máquina infernal. Pocos hombres de su nivel intelectual han dado pruebas tan extremas de altruismo y de generosos sentimientos como este sabio que exhibía la nobleza y a veces el candor y la modestia de los que son realmente grandes. Todas las tribunasle fueron aptas para movilizar el espíritu de la gente sin distinción de razas ni credos. Estuvo fraternalmente cerca de pacifistas como Mahatma Gandhi, Bertrand Russell y Romain Rolland. Además, prestó su colaboración espontánea y sincera a los movimientos que en su tiempo bregaban por la libertad de las minorías oprimidas. Se hallaba convencido de que era posible eliminar los nacionalismos fanáticos, y que la humanidad deseaba unirse en favor del progreso y la cultura, para lo cual le era indispensable borrar las fronteras y eliminar el servicio militar obligatorio, al que consideraba una ofensa permanente contra la dignidad humana. Creía, con Franklin, que no hubo nunca una mala paz ni una buena guerra, aferrado a su moral concreta forjada enla observación y en los hechos.
El pacifismo de Einstein carece de retórica y va directamente a los problemas planteados por el nuevo impulso que la ciencia dio a latecnología militar. Nadie conocía mejor que él el efecto destructor delas armas modernas, y en cierto modo resulta una ironía que quien descubrió la clave para desintegrar el átomo debía convertirse en el detractor sistemático de su perfeccionamiento y empleo. Se ha pretendido ver en esta actitud del gran físico una flagrante contradicción. Sin embargo, el científico en su caso y en el de los que le precedieron, pretende arrancarle los secretos a la naturaleza y en esta tarea tan compleja recibe no pocas sorpresas y acepta tremendos desafíos. Su labor no está limitada por factores morales. La ciencia es ajena a todos los códigos posibles y sólo tiene como norma penetrar en el misterio que le rodea. La tragedia aparece cuando el poder político -dominado siempre por oscuros intereses- decide sobre el uso de ciertos descubrimientos y sus posibilidades de aplicación. Entonces la elección no está en manos del científico ni se le consulta en cuanto al problema ético que puede creársele. En la mayoría de los casos se ve obligado a ceder, acorralado por la tradición, el patriotismo, la defensa de la nacionalidad y otros prejuicios ante los cuales su filosofía moral, siempre débil, si existe, se hunde irremediablemente. Recuerda él mismo el caso de Alfred Nobel, descubridor del explosivo más poderoso de su tiempo y que, después, quizá para acallar su conciencia culpable, estableció el premio para la paz y otros de orden cultural.
No cabe duda que Einstein, el físico, convertido en una especie de ídolo universal, debió reconstruir su mundo moral a partir de la aparición del nacionalsocialismo. También se vio constreñido a asumir su conciencia judía, hasta entonces un poco borrosa en su mente. Confiesa, al comenzar la década del treinta, que fueron los paganos quienes le recriminaron su origen racial.
Esta lucha interior del físico con su medio ambiente y su propio pasado se agudiza a medida que los acontecimientos políticos en Europa muestran una resuelta tendencia bélica. La vida en el viejo mundo se carga de violencia como resultado de la secuela de choques ideológicos, revoluciones, conflictos civiles y rencores que dejó la primera guerra y la mala tregua que se preparó como trampolín para saltar a la conflagración de 1939. El ajuste de cuentas quedó pendiente. Los ganadores procedieron con mezquindad y arrogancia; los vencidos no ocultaron su odio y la hora del desquite. Los científicos también tomaron partido, y casi todos fueron beligerantes.
Einstein insiste en que no creó la bomba, pero que sugirió al presidente Roosevelt la necesidad de adelantarse a los alemanes, en nombre de los colegas, que como Fermi, venían trabajando en su preparación.
Se trataba de salvar la civilización y la cultura, y el monstruoso artefacto, un secreto a medias, quedó en poder de las naciones que, según la presunción admitida, representaban, en la contienda, la
libertad
y el
derecho
. Hay que consignar, en honor de Einstein, el gesto de coraje, muestra de decepción y escepticismo, con que en 1947 expresó: “Con toda franqueza declaro que la política exterior de los EE.UU., a partir del cese de hostilidades, me ha recordado la actitud de Alemania en los tiempos del Kaiser Guillermo II, y sé que esta penosa analogía es compartida por muchas personas”.
Desde 1933, fecha en que se incorporó como profesor al Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Princeton, Einstein desplegó una inusitada actividad intelectual. Sobre, su fama de físico estructuró toda una conjunción de ideas filosóficas de hondo sentido ético y humanista que no obedecían a ninguna escuela determinada, sino a su condición de hombre comprometido con la vida y la dignidad humana. Sus escritos, de variado tono, se destacan por una tendencia definida: la instauración de un sistema moral, político y económico capaz de erradicar la guerra y poner
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