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sábado, 8 de agosto de 2020

Nuestra realidad frente a la ética humanista

 

Nuestra realidad frente a la ética humanista

  
- EnOpinión
 
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La ética es el conjunto de normas que hacen posible la convivencia entre humanos. Erick Fromm refiere que hay dos tipos, la autoritaria, que es impuesta al individuo por el Estado, la religión o la sociedad. La segunda, la humanista, que nace de la reflexión del sujeto sobre lo que es mejor para él y para los demás.

Fromm dice que solo la ética humanista debiera regir nuestro comportamiento. Sin embargo, ello me suena a utopía. Se requiere de una cierta dosis de ética autoritaria, como la llama Fromm, que se pueden llamar leyes, reglamentos, etc. Sin embargo, las utopías son útiles pues marcan el camino por el cual debemos andar hacia las situaciones y condiciones óptimas del comportamiento personal y social.

Asumir que una ética humanista es posible, es asumir un grado demasiado elevado de desarrollo de las potencialidades de los humanos. Un grado que no tenemos aún, un grado que quizás nunca se logre. Y sinceramente creo que el desarrollo de la ética, en general, y de la humanista, en particular, guarda estrecha relación con el nivel de educación de los individuos en cualquier sociedad. De allí que la manipulación de la educación sea uno de los propósitos básicos de los poderes facticos que gobiernan el mundo, pues se es más proclive a las perversidades en tanto se sea más ignorante.

Los principios clave de la ética del humanismo, tomado del Manifiesto Humanista (2000)nos señalan que la dignidad y autonomía del individuo es el valor central. Y se compromete a maximizar la libertad de elección: libertad de pensamiento y conciencia, el libre pensamiento y la libre investigación, y el derecho de los individuos a seguir sus propios estilos de vida hasta donde sean capaces y hasta tanto que ello no dañe o perjudique a otros. Esto es especialmente relevante en las sociedades democráticas en donde puede coexistir una multiplicidad de sistemas alternativos de valores. Por consiguiente los humanistas aprecian la diversidad.

Ciertamente, la viabilidad de la vida en común pasa porque cada uno se haga cargo de aquello que le corresponde asumir y hacer; pero, nada más. Esta actitud no implica presuponer implícitamente en la acción humana una suerte de tendencia hacia la «virtud pública» o impulso nativo gregario y socializante, sino una estricta necesidad vital del hombre de comunicarse e intercambiar experiencias con otros individuos. Y es que la vida en sociedad proporciona, en efecto, notables ventajas, no ignoradas o desdeñables ni siquiera por los espíritus más libertarios o antigregarios. Pero, una cosa es la sociabilidad y otra, la socialización; una, el civismo, y otra, el socialismo.

La defensa humanista de la autodeterminación no significa que los humanistas acepten como valiosas cualquier clase de conducta por el mero hecho de ser humana. Ni la tolerancia de los distintos estilos de vida implica necesariamente su aprobación. Los humanistas insisten que acompañando al compromiso con una sociedad libre está siempre la necesidad de alcanzar un nivel cualitativo de gusto y distinción. Los humanistas creen que la libertad debe ser ejercitada con responsabilidad. Reconocemos que todos los individuos viven en el seno de comunidades y que algunas acciones son destructivas y están equivocadas.

Algo se tuerce y corrompe en la naturaleza de las cosas cuando el éthos de la acción deriva en pathos, provocando un desorden de la conducta humana, por no decir una psicopatología de la vida en común, de resultados fatales para sociedades e individuos. Debemos, en gran parte, al filósofo y psicoanalista alemán Erich Fromm la descripción canónica del éthos autoritario, opuesta a la ética en positivo o «ética humanista» como él la denomina.

La ética humanista es una ética contenida y contingente, a escala humana. La potencia de acción del hombre establece la verdadera medida de la existencia humana, y como nada supera al individuo humano en valor ni en dignidad, no hay fuerza externa ni Poder que legítimamente pueda constreñirle. La ética autoritaria, por el contrario, niega al hombre la facultad de saber lo que quiere, de valerse por sí mismo, de dominarse, porque su único anhelo es dominar, castigar y coaccionar.

Ciertas filosofías políticas que conocemos bastante bien hoy, así como las religiones que nos han llegado hasta nuestros días, son intrínsecamente autoritarias. Se basan en supuestos inamovibles que fundamentan normas rígidas que deben ser impuestas, ya sea por la fuerza o por la manipulación mental, a todos.

El éthos autoritario sólo sabe de deber y de obediencia –del deber de obedecer y de la obediencia al deber–. Para esta moral de esclavos, «bueno» y «virtuoso» son sinónimos de obediente y sumiso. El éthos autoritario fomenta de este modo un sistema social basado en el miedo al poder y a la autoridad «oficiales», al gobierno y al Estado, el culto a la personalidad del gobernante, la complacencia con (la participación en) la delación, la vigilancia y el control sobre y entre ciudadanos. Los Estados totalitarios han hecho de esta práctica su marca de serie y su tétrico distintivo.

Los filósofos éticos humanistas han defendido una ética de la excelencia (desde Aristóteles y Kant hasta John Stuart Mill, John Dewey, y M.N. Roy). En ellos se hacen patentes la templanza, la moderación, la continencia, el autocontrol. Entre los tópicos de la excelencia se encuentran la capacidad de elegir libremente, la creatividad, el gusto estético, la prudencia en las motivaciones, la racionalidad y una cierta obligación de llevar a su máximo cumplimiento los más altos talentos de cada cual. El humanismo intenta sacar a flote lo mejor de la gente, de manera que todo el mundo pueda tener lo mejor en la vida.

El humanismo reconoce nuestras responsabilidades y deudas con los otros. Esto significa que no debemos tratar a los demás seres humanos como meros objetos para nuestra propia satisfacción; debemos considerarlos como personas dignas de igual consideración que nosotros mismos. Los humanistas sostienen que «todos y cada uno de los individuos deberían ser tratados humanamente». Aceptan la Regla de Oro según la cual «no debes tratar a los demás como no quieras que te traten a ti». También aceptan por la misma razón el antiguo mandato de que deberíamos «recibir a los extranjeros dentro de nuestras posibilidades», respetando sus diferencias con nosotros. Dada la multiplicidad actual de credos, todos somos extranjeros –aunque podamos ser amigos– en una comunidad más amplia.

Dicho con otras palabras: la única política compatible con un éthos no autoritario es aquella que no pregunta, primaria y perentoriamente, qué pueden hacer las instituciones por el individuo, ni siquiera qué hace éste por aquéllas, sino, más bien, aquella que no impide actuar al individuo al margen o sin la mediación e interposición necesaria de las instituciones políticas. En el primer caso, impera el molde paternalista y socializante; en el segundo, colea el prototipo servicial y conservador; en el tercero, brilla el modelo de la libertad.

Creen los humanistas que las virtudes de la empatía (o buena disposición) y la corrección (o el trato cuidadoso) son esenciales para la conducta ética. Esto implica que deberíamos desarrollar un interés altruista hacia las necesidades e intereses de los demás. Las piedras fundamentales de la conducta moral son las «decencias morales comunes»; es decir, las virtudes morales generales que son ampliamente compartidas por los miembros de la especie humana pertenecientes a las más diversas culturas y religiones: Debemos decir la verdad, cumplir las promesas, ser honestos, sinceros, hacer el bien, ser fiables y confiar, dar muestras de fidelidad, aprecio y gratitud; ser bien pensados, justos y tolerantes; debemos negociar las diferencias razonablemente e intentar ser cooperativos; no debemos herir o injuriar, ni tampoco hacer daño o atemorizar a otras personas. Pese a que los humanistas han hecho llamamientos contra los códigos puritanos represivos, con el mismo énfasis han defendido la responsabilidad moral.

En lo más alto de la agenda humanista figura la necesidad de proporcionar educación moral a los niños y a los jóvenes, al objeto de desarrollar el carácter y fomentar el aprecio por las decencias morales universales, así como para garantizar el progreso moral y la capacidad de razonamiento moral. En esto venimos fallando en nuestro país desde hace ya, al menos, dos o tres generaciones.

Los humanistas recomiendan que usemos la razón para fundamentar nuestros juicios éticos. El punto decisivo es que el conocimiento es esencial para formular elecciones éticas. En particular, necesitamos comprometernos en un proceso de deliberación, si estamos por la tarea de solucionar los dilemas morales. Los principios y valores humanos pueden justificarse mejor a la luz de la investigación reflexiva. Cuando existan diferencias, es preciso negociarlas siempre que podamos mediante un diálogo racional.

Mantienen que deberíamos estar preparados para modificar los principios y los valores éticos a la luz de las realidades que vayan produciéndose y de las expectativas futuras. Necesitamos ciertamente apropiarnos de la mejor sabiduría moral del pasado, pero también desarrollar nuevas soluciones para los dilemas morales, sean viejos o nuevos.

Por ejemplo, el debate sobre la eutanasia voluntaria se ha intensificado de manera especial en las sociedades opulentas, porque la tecnología médica nos capacita ahora para prolongar la vida de pacientes terminales que anteriormente habrían muerto. Los humanistas han argumentado a favor del «morir con dignidad» y del derecho de los adultos competentes para rechazar el tratamiento médico, reduciendo así el sufrimiento innecesario, e incluso para acelerar la muerte. También han reconocido la importancia del movimiento hospitalario para facilitar el proceso más deseable.

De la misma manera, deberíamos estar preparados para elegir racionalmente entre los nuevos poderes reproductivos que la investigación científica ha hecho posibles –tales como la fertilización in vitro, la maternidad de alquiler, la ingeniería genética, el trasplante de órganos y la clonación. No podemos estar mirando atrás, hacia las morales absolutas del pasado para guiarnos en estas cuestiones. Necesitamos respetar la autonomía de la elección.

Los humanistas arguyen que deberíamos respetar una ética de principios. Esto significa que el fin no justifica los medios; por el contrario, nuestros fines están modelados por nuestros medios, y hay límites acerca de lo que nos está permitido hacer. Esto es especialmente importante hoy a la luz de las tiranías dictatoriales del siglo XX, en las que determinadas ideologías políticas manipularon comprometidos medios morales con fervor casi religioso para realizar fines visionarios. Somos agudamente conscientes de trágico sufrimiento infligido a millones de personas por quienes estuvieron dispuestos a permitir un gran mal en la prosecución de un supuesto bien mucho mayor.

Después de todas estas reflexiones, y sin ánimo de condenar a nada ni nadie en particular, podríamos hacernos unas preguntas sencillas cuyas respuestas definieran la situación de nuestro país como Estado, sociedad y comunidad humana. Y la pregunta más importante seria, ¿estamos regidos por una ética y conducta humanista o autoritaria?

(*) Alfonso J. Palacio Echeverría

CHINALINDA

 CHINALINDA

 

 Presentación      Mitos, cuentos y anécdotas

 

 Por: Melacio Castro Mendoza

 

Más grande y mucho más hermosa que una gallina, el ave hembra conocida en los campos de la sierra de San Gregorio de Mozique, (San Miguel/Cajamarca) como Chinalinda, dejó el tupido verde monte y atravesando mi angosto y empinado sendero, apenas a unos metros de mis ojos, se detuvo y cantó. Sin aún haberla visto, siempre había oído hablar de ella. Sorprendido por su cercanía, frené mis pasos como un autómata, y sin respirar casi, la observé buscar sus alimentos entre las hierbas de la tierra dura. Concentrada, con su ganchudo pico amarillo golpeó el suelo, y volvió a cantar. En aquel momento, a la carrera, acudió a ella su macho. Algo crestón y no menos hermoso que su hembra, me resultó una delicia observar el movimiento de ambos. Sus exhuberantes vestimentas, color negro y brillante, dejaban ver un poco más abajo de sus pechos, de sus piernas, de sus alas y de sus colas, abundantes y bien delineadas plumas blancas. Alegres, quizás, de haberme visto tan de mañana, cantaron en dúo. A punto de aplaudirlos por su fantástico regalo musical, alzaron vuelo y volvieron a la espesura de su monte. Aquella mañana, tan esplendorosa, corta e inesperada presencia suya me dio la sensación de ser un muchacho muy afortunado.

Ver a tan maravillosos ejemplares de ave Chinalinda me ayudó a entender por qué, entre los campesinos de los campos de la sierra cajamarquina, el color negro es símbolo de belleza. En él los campesinos rinden culto a la noche.

El color negro del plumaje de la Chinalinda, oí decir a mis familiares de los campos de San Gregorio, siempre va de la mano del color blanco. El uno complementa al otro. En la tierra, solían agregar, entre todos los colores, el negro representa la parte del día que nos trae el reposo y los sueños. El amarillo, a su vez, color del ganchudo pico del ave Chinalinda, sostenían, expresa la síntesis característica de la esencia del oro, obra éste de alguna Divinidad que se preocupó por pulir con él la perfección de la Belleza. 

Para el grueso de mis familiares, minifundistas montañeses de las occidentales tierras situadas en la Provincia de San Miguel de Pallaques, el ave Chinalinda era una muestra de perfección. Formateada (formada) por una bestial elegancia, según doña Juana Mendoza Novoa, mi mamá, aquella ave tiene una costumbre virtuosa: es inseparable de su pareja. La hembra y el macho constituyen una muestra de mutua entrega y un símbolo de ternura. Nunca ella pudo ver vivir a la una sin la otra, me instruía.

- Quien mata a la una, aunque no la toque, mata a su pareja. De igual modo, en la Sierra, cuando nuestras parejas mueren, aunque la enfermedad que se las llevó no nos toque, morimos de tristeza – acentuaba.

- Cholo Mela – solía abordarme acortando mi nombre la hermana de mi mamá, mi tía Rogelia Mendoza Novoa – si alguna vez quieres hacerte de una muchacha salvaje de estas montañas, sólo tienes que decirle que tiene la preciosura de un ave Chinalinda.

Tras escucharla, mi mamá Juana soltaba una carcajada y en voz alta, atribuía a su hermana Rogelia la condición misma de salvaje.

“Lo salvaje puede encerrar virtudes y lo bello, peligro y vanidades, hijo”, me confesó una vez mamá. Pensativa, fijó sus ojos en los míos, y agregó: “Lo salvaje y lo bello pueden ser peligrosos y mortales. En una Chinalinda, lo salvaje y lo bello se juntan, seducen y pueden dar una abrumadora forma a la delicadeza y al amor”. “Una mujer serrana y campesina, hijo”, opinó bajando un poco la voz, “casi siempre soleándose en su abandono montañés, es delicada y es amorosa. En las ciudades, casi nunca es apreciada. En la costa, menos. Quizás por eso, en mi cerebro y en mi corazón, por su habilidad de convertir la tierra ruda en surcos y los surcos en fuente de productos alimenticios, tan necesitados y buscados en la sierra, en la costa y en la selva, esa misma mujer es, para mí, además de trabajadora, todo una brava y secreta Chinalinda”. 

Ante aquellas palabras, entendí, así mismo, de paso, por qué mi papá, Víctor Castro Julca, buscando los favores de mamá, después de nuestras cenas realizadas a veces al calor del mismo suelo y del fogón, bajando la voz hasta casi hacerla inaudible para sus hijos, le decía: “Aunque en la costa los dos sufrimos y aunque, además, tú me haces sufrir, te quiero mucho, mi Chinalinda”.

Caín es un pueblito costeño de la costa norte. Sus cuatro puntos cardinales lucían rodeados por haciendas. Mis padres llegaron desde la Sierra a Caín, justo para pocos días después verme nacer al pie de una choza de debajo de un algarrobo. Su diminuta población crecía de año en año. Entre diciembre y marzo, los costeños “puros”, quienes impulsados por una cadena hereditaria de frustraciones económicas y de prejuicios nos corrían a pedradas, siempre quedaban en minoría. Sucedía que, en busca de los trabajos de temporada veraniega que ofrecían las haciendas, los campesinos de la sierra cajamarquina bajaban a Caín. Luciendo ojotas, sombrero de palma blanca con una cinta negra en su copa y ponchos teñidos con colores extraídos de ciertas plantas andinas, alforja al hombro  arribaban con quesos, cancha, yonque y su “averiada” forma de hablar. Si a los más jóvenes solía gustarle alguna muchacha del lugar, menor o mayor que ellos, la señalaban y por temor a ser celados y aporreados por sus familiares costeños, ejerciendo la peonada en los transplantes de la semilla del arroz, cerca mío solían suspirar y expresar en voz baja: “Me gustaría cargar a la montaña a esa Chinalinda”.

 

Cajamarca, 07 de diciembre de 2014

“Mi(s) Pueblo(s) y mi Familia”.

 Melacio Catro Mendoza.

Libro -título provisorio: “Mi(s) Pueblo(s) y mi Familia”.

 

Cajamarca, 10 de febrero de 2015

 

En 1758 Carlos Lineo describió nuestro Kuntur –el Cóndor andino– como un vultur gryphus: un buitre con pico en forma de gancho. Parte de la familia de los cóndores de nuestra selva amazónica, nuestro vultur gryphus es, asimismo, familia de los cóndores de California. Ave negra gigantesca con un collar de pequeñas plumas blancas en torno a su cuello desnudo, sus alas albergan, de igual manera, algunas grandes plumas blancas. En estado de ánimo normal, su cabeza de pelusas negras es roja; si se irrita, puede lucir amarilla.  

La primera vez que vi una cantidad numerosa de cóndores fue en un escampado de los espesos bosques de los campos cercanos al Yerbasanto (Sierra de Carahuasi/distrito de Nanchoc, provincia de San Miguel de Pallaques). Rodeados por unos gallinazos que desafiaban su presencia, los unos y los otros competían por el consumo del cadáver de un toro negro. Había oído sostener que, majestuosos en sus movimientos, después de satisfacer su apetito los cóndores cedían su presa a los gallinazos y a otras aves carnínovaras más pequeñas. Necesitaba verlos practicar semejante regla. Los que tenía ante mis ojos, expresaban firmeza y seguridad. Los machos, diferencié, son más grande que las hembras. Los adultos, lo supe más tarde, miden hasta tres metros con treinta centímetros. Su talla sobrepasa la de cualquier ave: un metro con cuarenta y dos centímetros. Los machos suelen pesar entre once y quince kilos, y las hembras, entre ocho y once kilos. Buenos consumidores de carroña, en una jornada son capaces de tragar hasta cinco kilos. Si no encuentran alimento, pueden soportar el hambre durante cinco semanas. ¡Todo un record! Después de ver a aquellos ejemplares de Cóndores, por su capacidad de cruzar montañas y cielos y por su esplendor, empecé a soñar con domesticarlos para montar en sus lomos. ¿Me acercarían ellos alguna vez a la luna?

Nuestros cóndores habitan en las rocas situadas entre los mil y los cinco mil metros de altura. Allí anidan. Sus huevos y sus polluelos son inaccesibles a los animales depredadores, y a los humanos. Viven constituyendo parejas monógamas. Desde el cortejo del macho hasta acceder al apareamiento, las hembras se toman su tiempo, el cual puede ser largo. Después, ponen un huevo cada dos años. La incubación de este la asumen hembra y macho, por turnos. Entre el cortejo, el apareamiento, la puesta del huevo por la hembra en el nido; la incubación, el nacimiento y el alza en vuelo del polluelo, acto con el cual suele emanciparse, suelen pasar de dos a tres años. Mientras no sea capaz de alimentarse por sí solo, el polluelo es alimentado por la madre y por el padre, con carne regurgitada. El proceso puede prolongarse hasta por nueve meses. Aun jóvenes, la hembra y el macho ostentan un plumaje marrón. Adultos, cambian a negro azabache. Los inaccesibles riscos en que viven los protegen, además de los animale depredadores y de la gente, de las lluvias, de los fuertes vientos y de otros fenómenos dañinos. En la rocas en que habitan, su población puede alcanzar entre los cien y los ciento veinticuatro individuos. Inconfundibles, los machos tienen una carúncula, llamada cresta en el lenguaje popular, ajena a las hembras. Los machos tienen ojos color café y las hembras, rojizos. Con el paso de los años, las caras y los cuellos de ambos se llenan de arrugas. 

En su concepción del mundo, los Inkas los creían inmortales. Cada Cóndor les era motivo de exaltación y simbolizaba para ellos la fuerza y la inteligencia. En su imaginación, los Cóndores eran los autores de la salida del Sol de cada día. Con su inconmensurable fuerza, creían, desde las oscuridades alzaban al cielo al astro, padre de la luz, por entre las montañas, posibilitándole expandir su lumbre a la tierra. Además, para los Inkas el Kuntur era uno de los animales esenciales míticos, dueños de un poder que aportaba mensajes y presagios que podían ser buenos o malos para la gente. En nuestros tiempos, es un ave que continúa siendo parte de nuestra mitología, de nuestro folklore y de nuestro patrimonio cultural. 

Los Cóndores, para emprender sus vuelos, usan de las corrientes térmicas verticales del aire cálido. Protegidos por sus densos plumajes, pueden alcanzar una altura de hasta siete mil metros. Siempre extendidas sus alas, en sus vuelos, nunca las mueven. Cuando localizan sus carroñas, las observan circulando en torno a ellas y solo cuando se convencen de que no corren peligro ni riesgo alguno, bajan hacia sus cercanías, posándose, primero, en algún lugar favorable desde donde, si fuera necesario, hasta por dos días continuados, siguen observándolas. Seguros de la libre disposición de las mismas, se les acercan con mucho cuidado para, con una indiscutible elegancia, romper el cuero por las partes más blandas.

En América Latina, el poder político usa al Cóndor como símbolo que a veces nada tiene que ver con su condición de animal fuerte e inteligente, siempre capaz de exaltarnos. En el escudo nacional de Chile se le representa de perfil frente a un guanaco, con las alas desplegadas y coronado como un rey. El fascista Augusto Pinochet Ugarte, de la mano con sus colegas de Brasil, lo convirtió en símbolo de un plan siniestro que articuló sus dictaduras con las dictaduras de Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. La maldita red era dueña de una tecnología de punta, puesta a su disposición por la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de América. En coordinación con el Departamento de Estado estadounidense, montó un secreto intercambio de informaciones y de operaciones de secuestros, torturas, ejecuciones y desapariciones forzadas de opositores, sospechosos de militancia comunista, y exiliados en uno o en otro de aquellos países. A nombre del Cóndor, con aquel propósito la dictadura de Brasil contaba con oficinas operativas propias en Asunción, Montevideo, Santiago de Chile, París, Lisboa, Praga, Moscú, Varsovia y Berlín, y mantenía, asimismo, indicios de filiales de oficinas en Caracas, La Paz y Lima.

Augusto Pinochet Ugarte y sus colegas dictadores, egresados casi todos de la Escuela de las Américas dirigida por el Pentágono de los Estados Unidos de América, a través de su común y siniestro Plan Cóndor, dieron caza impune a quienes dentro y más allá de sus fronteras constituían una amenaza, por sus críticas a sus medidas gubernamentales neoliberales. La corona de un rey decorando la cabeza de un Cóndor no concuerda con nuestras ambiciones democráticas y menos con el carácter noble de nuestro Kuntur, al cual el escudo nacional chileno le agrega el lema de: “Por la razón o por la fuerza”. 

En nuestros campos andinos, los ganaderos y sus pastores suelen ver en los Cóndores maldades ajenas a la realidad: la caza y el sacrificio de sus ganados vivos. En actitud criminal, les disparan y asesinan. A su vez, los curanderos populares llamados brujos, creen que algunas partes del cuerpo de un Cóndor concentran poderes mágicoscurativos y, como aquellos, les dan caza. Luego desmenuzan al animal para, con las supuestas partes orgánicas mágicocurativas del mismo, devolver la salud a sus pacientes. 

Entre el bosque y los pastizales de la sierra de Carahuasi, en uno de los ejercicios del rodeo de nuestra humilde cantidad de ganado familiar, sorprendí a un pastor de ganado en una actitud inesperada: la caza de un Cóndor. Apeado de mi caballo a considerable distancia de un toro negro muerto, rampé con mucho tacto y me acerqué hasta un montículo que me permitió observar cómo los Cóndores se aprestaban a iniciar la rotura de aquel cadáver. Con mi corazón acelerado en sus palpitaciones, mientras luchaba contra la pestilencia y me preguntaba acerca del por qué los gallinazos que pugnaban por hacerse de la carroña aun no habían iniciado el consumo de la misma, capté atento el corte preciso y elegante que, en medio de sus concurrentes, con su pico ganchudo hizo el primer Cóndor. Coincidiendo con aquel corte que aperturó el anillo anal del toro negro, se armó un remolino en que se confundieron plumas, chillidos, graznidos, viento y polvo. Desde el centro de aquel remolino fue arrojado, hasta el borde de un abismo cercano, el cuerpo de un hombre. Al ver a este hombre a punto de rodar abismo abajo, pese al súbito susto del que fui víctima por el alboroto, me puse de pie y corrí a auxiliarlo. Ante él, cundió la sorpresa: el hombre resultó siendo mi paisano, costeño de pura cepa, Oscar Ramos Llontop, pastor del ganado de los terratenientes del entorno de Caín, José y Miguel Leiva. El toro negro muerto había pertenecido a ambos. Bajo el revoloteo de gallinazos, buitres y Cóndores, lo ayudé a ponerse de pie. Sorprendido a su vez, me abrazó él, luego, y acortando mi nombre, como era su costumbre, dijo: 

- Mela, te vi acercarte adonde yo estaba camuflado con mis ramas de roble y de palo santo y tuve miedo de que con tu aparición, mi experimento volviera a acabar mal. Mira, en mis deseos de cazar un Cóndor para cruzarlo en Caín con una gallina o  con una pava, el buen olor de las ramas del palosanto que me cubrían, me permitió soportar la pestilencia del toro muerto. De lo contrario,  su hedor me habría mata'o... Ja, ja, ja: ¿viste al Cóndor que me arrastró y cómo, tirándose al abismo se quitó el lazo que yo le había coloca'o como trampa en el culo del toro muerto? ¡Qué animal tan fuerte; casi acabó tirándome al abismo! ¿Cómo hizo pa'soltarse y tirar, al mismo tiempo, al fondo del abismo mi lazo? ¡Jijun'e su madre!

- Lo que importa, Oscar –atiné a decirle, temblando de pies a cabeza– ¡es que tú sigues con vida!

Rió mi paisano y recurriendo a su costumbre de celebrar a su modo las buenas noticias, soltó una retahíla de cuascos que, devolviéndome el alma, por fin, me hicieron reir.

Alejados de aquel lugar, mientras nos entregamos a disfrutar de los restos de unos panes viejo y del contenido de una portola de atún, me contó que, camuflado, había pasado el tiempo luchando por mantener alejados a los gallinazos del cadáver del toro, procurando darle paso preferencial a él, a los Cóndores. La tristeza de haber fracasado en la caza de un ejemplar de Cóndor se compensaba –agregó– con el fresco recuerdo de haber conocido en un acto festivo de una familia amiga que lo había hecho padrino de uno de sus hijos en Carahuasi, a un hombre de apellido Pérez, el cual se hacía llamar arqueólogo.

- ¡Vaya a saber uno, Mela, qué significa ser arqueólogo! Lo cierto es que ese tal Pérez –afirmó– hablaba muy bonito. Con mucho respeto –continuó– dijo que ustedes los serranos fueron gentes que, en el pasado, construyeron una gran cultura que él llamaba Cuismango. ¡Me dio risa el raro nombre: Cuismango! Recordé otros viejos intentos, también fracasados, de cazar un Cóndor pa'cruzarlo con una gallina o con una pava y le pregunté si él quería decirme que ustedes, los serranos, en el pasado habían mezclado el cuy con el mango. ¡Ja, ja, ja, ja! Cuismango tenía que ser  eso, ¿no? ¿Qué, me equivoco? Al oír mi pregunta, el hombre se rió y, después, poniéndose muy serio, repitió: “No, señor Ramos. ¡La cultura cuyos restos ando buscando por acá, se llamaba Cuismango!”. ¡Qué locura: el arqueólogo Pérez andaba buscando unas ruinas antiguas que alguien le contó existían por Miravalles, un lugar cercano a Niepos! Como él hablaba tan bonito, pensé en ti y le pedí que me escribiera en un papelito una de las complicadas cosas que trataba de explicarme. Mira, de su puño y letra, aquí tengo su nota.

Tomé de las manos de Oscar Ramos Llontop el papel que me mostró y leí algo que, como a él, me gustó y que más tarde, en mis épocas de estudios de Ciencias Sociales e Historia en la Universidad Nacional de Trujillo, comprobé que el autor de aquella nota, según apreció Oscar Ramos Llontop, no era el arqueólogo Pérez sino el cronista Francisco de Xerez, autor del libro Verdadera Relación de la Conquista del Perú. En su intento de describir a los cajamarquinos, habitantes de las tierras de Cuismango, llamado también Guzmango y bajo los Inkas Kashamarka, Francisco de Xerez escribió: “La gente de todos estos pueblos hace ventaja a toda la otra que queda atrás, porque es gente limpia y de mejor razón y las mujeres muy honestas”.

- Ajá –comenté a Oscar Rammos Llontop– los serranos nunca fuimos gente sucia, come papas con gusanos, ni menos brutos y haraganes como nos llaman los costeños de pura cepa.

- ¡No, Mela, no! ¡Qué jodida que es nuestra gente! Oyéndola hablar mal de los serranos apestosos, yo siempre les digo a mis costeños de pura cepa: “¡Ya basta, carajo: dejen de joder a los serranos!”.

Los guzmanos o cuismangos, ahora llamados cajamarquinos, eran gente que respetábamos y, en el pasado, como los Inkas, adorábamos al Kuntur. En nuestra devoción, a dos kilómetros de lo que hoy es San Pablo, en el cerro La Copa, nuestros antepasados levantaron elKuntur Wasi, un Templo dedicado al Cóndor, según el arqueólogo Julio César Tello, para rendir a tan bella ave un ceremenial y puntual culto.

VER FUENTE DE PUBLICACIÓN

http://www.cajamarca-sucesos.com/san_miguel/mitos_cuentos/el_condor_y_una_cita.htm

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