Por: Víctor Hugo Alvítez Moncada*
-¡Jesús, María y José! Comadreee Fiiilo, comadriiita Fiiiiloooo, avísele a mi
Rosita y a mi padrino Benjamín que ahorita el Jorge Pichuta se cae y se lisia,
que vengan rápido con su rebenque o la baticola y le asienten dos bien
daos
por las
patas
a ese mocoso
malcriao,
figúrese Ud. hasta dónde se ha
subiu.
¡Ave María Purísima!
-Qué pasa comadrita Cruz, ¿qué le pasa a mi Pichuta´, dónde pué se ha
subiu
mi cholito?
-Allá arriiiiba comadritaaa en semejantes zancasooos que ya llegan al techo,
mirelousté…
¡Virgencita del Arco!
-Jorgito, Jorgito, cuidadiiito te vayas a caer, báaaajate hijo, báaajate…
Y
a pesar del susto de los mayores, la fila de zanqueros no se detuvo y siguió por
el centro de la calle Bolívar rumbo a la Plaza de Armas del pueblo con Jorge
Pichuta a la cabeza. Era mes de marzo, tiempo de fuerte invierno, neblinoso;
cuando por un instante el cielo dejó de llorar y los tejados escurrían sus
últimas lágrimas después de la acostumbrada y torrencial lluvia. El concurso de
zancos se había pactado para ese día y no podía postergarse -cual duelo de
caballeros. El firmamento cómplice, se abrió como divino milagro del Niño de
Atoche del dosel de doña Encarnita, quien al ver el desfile se dio media vuelta
y se postró en su reclinatorio encomendando a todos los pequeños no vayan a
tropezar y se vengan de cabeza, entre ellos también figuraba su engreído
Alvarito “Chita”.
Las vacaciones estaban a punto de fenecer y se avecinaba el nuevo año escolar
del próximo mes de abril de éstos primariosos sin haber podido divertirse a sus
anchas como solían hacerlo siempre, por culpa de los fuertes aguaceros. El
ingenio y entusiasmo del profesor Jorge César, propulsor de mil concursos,
andaba al mismo ritmo y alegría de la niñez de su tierra; él también iba a
retornar a sus labores de maestro en la capital y entonces ¿quién se iba a
encargar de la competencia, sorpresas y premios para los ganadores?
San Miguel, no contaba con televisión, nintendos o play stations –como ahora-
para poder entretenerse, solamente el ingenio de los niños volaba a cien por
hora. El tiempo de jugar a las “volcaditas” con carritos de madera o plástico
tirados de una pita la pelota; las puestas en escena de algunas obritas
teatrales de su invención y presentaciones de títeres; la simulación de globos
aerostáticos en periódicos usados del molde de don Feliciano Patito; el bolero
en competencias a punta de carambolas, el trompo y las bolitas; el carnaval con
bastante agua, globos, talco y de las serpentinas largas concertinas; las
carretillas; los pitos, saxofones de ramos y fuetes de totora en semana santa,
más la matraca, o intensas noches de las “escondidas”, el “tarro-tarro” y el
“cush-cush” ya los había cansado. Faltaban solamente los zancos para terminar
bien las vacaciones y con ellos desafiar alturas, charcos y lodos de barro que
dejaban los terribles aguacerales.
El entusiasta animador, jurado y mecenas de esta sana diversión, sus juegos e
inocencias, rescatando habilidades y fortalezas infantiles y juveniles, esperaba
sonriente -parado al centro del balcón celeste de su casa-, el paso de los
zanqueros, novedoso concurso e inédito en el mundo, como para un Record Guinesse
que por vez primera se daba en San Miguel de Pallaques; rodeado de sus padres y
hermanas quienes desconocían el espectáculo, y en los extremos del amplio balcón
dos maceteros conteniendo plantas de geranios con flores rojas que al parecer al
instante del concurso despertaron engrandeciendo sus ramas al son de los fuertes
aplausos tributados por la familia Díaz-Sánchez.
El profesor Jorge César, todos los años retornaba desde Lima al lar de sus
ensueños a pasar vacaciones junto a sus seres queridos. Animó inicialmente un
campeonato de fulbito entre los clásicos equipos de los barrios: “La Plaza”,
“Zaña” y “El Panteón”, donde los adolescentes se prepararon y alistaron
uniformes para ganar; el premio fue un pequeño trofeo luchado intensamente,
resultando vencedor el equipo de “La Plaza”, en partidos disputadísimos, con
presencia de atronadoras barras de cada conjunto; hurras y vítores que
seguramente su eco perdurarán por siempre en los muros circulares y graderías
derruidas de la vieja plaza de toros de San Miguel donde se libró la
competencia.
Al conocerse el concurso de zancos, las ideas infantiles se elevaron en mentes
frescas de todos los aspirantes. Los muchachos visitaron bosques cercanos del
Antivo u otros para escoger y trozar dos tiernos eucaliptos –delgados y altos-
donde sacaban la corteza y cargaban a su casa para orearlos y pronto
confeccionar sus esperados zancos, añadiéndoles una tablita a cierta altura
midiendo la posibilidad en el manejo y destreza del dueño. Pichuta, escogió los
suyos en un bosquecito de doña Shona, al pie de la quebrada Lípiac y de una
carrera ya estaba en su casa jalando los palos. Luego en el taller de
carpintería de don Miguel Cubas, con costal al hombro pidió le regalen viruta,
buen pretexto para dentro de ella escoger los “tronquitos” o tablitas más
apropiados para los zancos.
Los niños premunidos de su par de zancos, uno a uno fueron llegando a sus
marcas, especialmente quienes vivían en la calle Bolívar y a ellos se sumaron
otros chiquillos de las calles aledañas: Jorge Pichuta fue el primero en sacar
sus altos maderos y colocó a ambos lados de la ventana de la iglesia adventista
que existe en dicho jirón, ordenó a los muchachos colocar los suyos en orden y
de acuerdo a la altura en forma descendente y, de un santiamén se trepó en lo
más alto de la ventana en arco protegida de fierros que posibilitó el ascenso,
ordenando a los demás hacer lo mismo iniciándose la marcha; le siguieron Álvaro
“Chita” que apenas sus zancos llegaban a la mitad de la altura del Pichuta;
luego aparecieron los hermanos “Clavos” Mestanza que todos los años venían de
Llapa a pasar vacaciones con nosotros; José Carlos “Moquín”, Nato “Chalaco”,
Lucho “Supermán”, Víctor Hugo “Globo”, Celso “Oso peludo”, Jaime “Poncheras”,
Chocho “Auquisa”, Pedro “Apra” y Edy “Baygón”, Ramos “Frejol” y el “Sheo”,
cerrando fila los hermanos: “Blanco” y “Guicha”, “Tillo” y “Pashón”; más los
vecinos Antero “Antuca”, Amilcar “Nikita”, “Sibiacho”, Alfonso “Cachito”, y unos
niños carpinteros que vivían frente al consultorio de don Demetrio Lorito.
Las familias Quiroz, Montenegro, Díaz, Elera, Torres, desde sus balcones; -el
profesor Jorge César al centro de su familia se miró emocionado cara a cara con
Pichuta quien desde la altura de sus zancos sonriéndole como seguro ganador,
alargó los pasos retorciendo los maderos-, les ofrecieron alegres sonrisas. Don
Ramón, doña Edita y la dulce Arlita, doña Jeshu y su Zaira, doña Zoila, la Jonjo,
el Shico y su perro Carasucia; doña Fisha y la Carmencita, don Chuzaso y su
carcajada; agolpados en las puertas de sus casas y negocios más otros
ocasionales vecinos, no podían ocultar su emoción y temor a la vez, admirando y
aplaudiendo tan singular sorpresa del inusual concurso.
El paso de los zanqueros fue muy ordenado en larga fila, unos tras otros y del
más alto al más bajo, quienes con mucha decisión lograron sortear varios
obstáculos entre charcos de agua y lodos de barro de la calle en partes
empedrada o las recordadas acequias; llegando hasta la Plaza de Armas, donde las
señoritas Saravia y doña Aurora, mirando a la iglesia matriz primero se
persignaron y luego ponderaron junto a varias personas apostadas en la acera
como el Dr. Rosendo, don Valdemar, el larguncho subprefecto Lizarzaburo
–mirándose a similar altura-, el cura Ruiz, don Lalo, don Alberto, don
Arístides, entre otros; el tío Juan “Cavero” quien llegaba “picadito” les lanzó
algunas lisuras e improperios a tal atrevimiento marchándose a dormir. Los
zanqueros felices del deber cumplido, dieron una vuelta al perímetro de la plaza
y retornaron a sus emplazamientos iniciales donde uno a uno fueron bajando de
los zancos, en tanto que el profesor Jorge César rodeado del “Chueco” Martín,
Javier “Pacaso”, “Loco Bicho”, “La Chiva” y el “Cochecito” Aladino; premió a los
concursantes con caramelos y chocolates, entregándole al ganador absoluto Jorge
Pichuta, una caja completa de golosinas ante el aplauso de todos.
Doña Rosita y don Benjamín, desde su balcón, celebraron la aventura de Jorgito
de quien conocían sus múltiples habilidades y agilidad. Aquel día fue esperado
en casa con un buen lonche consistente en chocolate batido con quesillo y
apetitosos bizcochos de puro yema de huevos, siendo librado del seguro castigo
que a gritos pedía doña Cruz. Doña Encarnita y la Filo se alegraron ver a sus
arriesgados cholitos competidores sanos y salvos.
Los contendientes, contentos, echaron al hombro su par de zancos, embolsicaron
sus dulces y golosinas, dirigiéndose apurados a sus respectivas casas porque los
truenos y relámpagos por Sayamud y La Matanza, anunciaban una nueva arremetida;
mientras el profesor Jorge César, extendió la mano y acarició las cabecitas de
cada uno de ellos en señal de felicitación y gratitud, prometiéndoles un nuevo
concurso y mayores premios para el próximo año.
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* Poeta,
documentalista y editor peruano, nacido en San Miguel de Pallaques, Cajamarca,
sus estudios de educación primaria y secundaria los realizó en su tierra natal,
Diplomado en Gestión Cultural por la Pontificia Universidad Católica del Perú,
Fundador del Movimiento
Cultural "Bellamar" y Círculo Cultural "Ferrol" y de sus revistas culturales "Bellamar",
"Ferrol", “Puerto de Oro / Investigación & Creación”.
Ha fundado Editorial
Pisadiablo y el Instituto de Literatura Infantil "Pisadiablitos", actualmente
radica en Chimbote, Ancash, laborando en la Universidad Nacional del Santa y
dirige el Centro de Documentación Regional "CHIMBOTE".
Ha publicado: "Huesos Musicales" (1995), "Confesiones de un pelícano e
inventario de palmeras"(1998), "Torito de penca, Torerito de papel" (infantil -
2002) y "Árbol era esa mujer" (2004).