Por: Melacio Castro Mendoza
Más
grande y mucho más hermosa que una gallina, el ave hembra conocida en los campos
de la sierra de San Gregorio de Mozique, (San Miguel/Cajamarca) como
Chinalinda, dejó el tupido verde monte y atravesando mi angosto y empinado
sendero, apenas a unos metros de mis ojos, se detuvo y cantó. Sin aún haberla
visto, siempre había oído hablar de ella. Sorprendido por su cercanía, frené mis
pasos como un autómata, y sin respirar casi, la observé buscar sus alimentos
entre las hierbas de la tierra dura. Concentrada, con su ganchudo pico amarillo
golpeó el suelo, y volvió a cantar. En aquel momento, a la carrera, acudió a
ella su macho. Algo crestón y no menos hermoso que su hembra, me resultó una
delicia observar el movimiento de ambos. Sus exhuberantes vestimentas, color
negro y brillante, dejaban ver un poco más abajo de sus pechos, de sus piernas,
de sus alas y de sus colas, abundantes y bien delineadas plumas blancas.
Alegres, quizás, de haberme visto tan de mañana, cantaron en dúo. A punto de
aplaudirlos por su fantástico regalo musical, alzaron vuelo y volvieron a la
espesura de su monte. Aquella mañana, tan esplendorosa, corta e inesperada
presencia suya me dio la sensación de ser un muchacho muy afortunado.
Ver a tan maravillosos ejemplares de ave Chinalinda me ayudó a entender
por qué, entre los campesinos de los campos de la sierra cajamarquina, el color
negro es símbolo de belleza. En él los campesinos rinden culto a la
noche.
El color negro del plumaje de la Chinalinda,
oí decir a mis familiares de los campos de San Gregorio, siempre va de la
mano del color blanco. El uno complementa al otro. En la tierra,
solían agregar, entre todos los colores, el negro representa la parte del día
que nos trae el reposo y los sueños. El amarillo, a su vez, color del
ganchudo pico del ave Chinalinda, sostenían, expresa la síntesis
característica de la esencia del oro, obra éste de alguna Divinidad que se
preocupó por pulir con él la perfección de la Belleza.
Para el grueso de mis familiares, minifundistas montañeses de las occidentales
tierras situadas en la Provincia de San Miguel de Pallaques, el ave Chinalinda era
una muestra de perfección. Formateada (formada) por una bestial elegancia,
según doña Juana Mendoza Novoa, mi mamá, aquella ave tiene una costumbre
virtuosa: es inseparable de su pareja. La hembra y el macho constituyen una
muestra de mutua entrega y un símbolo de ternura. Nunca ella pudo ver vivir a la
una sin la otra, me instruía.
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Quien mata a la una, aunque no la toque, mata a su pareja. De igual modo, en la
Sierra, cuando nuestras parejas mueren, aunque la enfermedad que se las llevó no
nos toque, morimos de tristeza – acentuaba.
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Cholo Mela – solía abordarme acortando mi nombre la hermana de mi mamá, mi tía
Rogelia Mendoza Novoa – si alguna vez quieres hacerte de una muchacha salvaje de
estas montañas, sólo tienes que decirle que tiene la preciosura de un ave
Chinalinda.
Tras escucharla, mi mamá Juana soltaba una carcajada y en voz alta, atribuía a
su hermana Rogelia la condición misma de salvaje.
“Lo salvaje puede encerrar virtudes y lo bello, peligro y vanidades, hijo”, me
confesó una vez mamá. Pensativa, fijó sus ojos en los míos, y agregó: “Lo
salvaje y lo bello pueden ser peligrosos y mortales. En una Chinalinda,
lo salvaje y lo bello se juntan, seducen y pueden dar una abrumadora forma a la
delicadeza y al amor”. “Una mujer serrana y campesina, hijo”, opinó bajando un
poco la voz, “casi siempre soleándose en su abandono montañés, es delicada y es
amorosa. En las ciudades, casi nunca es apreciada. En la costa, menos. Quizás
por eso, en mi cerebro y en mi corazón, por su habilidad de convertir la tierra
ruda en surcos y los surcos en fuente de productos alimenticios, tan necesitados
y buscados en la sierra, en la costa y en la selva, esa misma mujer es, para mí,
además de trabajadora, todo una brava y secreta Chinalinda”.
Ante aquellas palabras, entendí, así mismo, de paso, por qué mi papá, Víctor
Castro Julca, buscando los favores de mamá, después de nuestras cenas realizadas
a veces al calor del mismo suelo y del fogón, bajando la voz hasta casi hacerla
inaudible para sus hijos, le decía: “Aunque en la costa los dos sufrimos y
aunque, además, tú me haces sufrir, te quiero mucho, mi Chinalinda”.
Caín es un pueblito costeño de la costa norte. Sus cuatro puntos cardinales
lucían rodeados por haciendas. Mis padres llegaron desde la Sierra a Caín, justo
para pocos días después verme nacer al pie de una choza de debajo de un
algarrobo. Su diminuta población crecía de año en año. Entre diciembre y marzo,
los costeños “puros”, quienes impulsados por una cadena hereditaria de
frustraciones económicas y de prejuicios nos corrían a pedradas, siempre
quedaban en minoría. Sucedía que, en busca de los trabajos de temporada
veraniega que ofrecían las haciendas, los campesinos de la sierra cajamarquina
bajaban a Caín. Luciendo ojotas, sombrero de palma blanca con una cinta negra en
su copa y ponchos teñidos con colores extraídos de ciertas plantas andinas,
alforja al hombro arribaban con quesos, cancha, yonque y su “averiada” forma de
hablar. Si a los más jóvenes solía gustarle alguna muchacha del lugar, menor o
mayor que ellos, la señalaban y por temor a ser celados y aporreados por sus
familiares costeños, ejerciendo la peonada en los transplantes de la semilla del
arroz, cerca mío solían suspirar y expresar en voz baja: “Me gustaría cargar a
la montaña a esa Chinalinda”.
Cajamarca, 07 de diciembre de 2014
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