Roland Pryzbylewski, The Wire
Argumentos me pide un texto sobre el primer año de gobierno de Ollanta Humala, y, sin embargo, lo primero que me pregunto es
¿tiene Ollanta Humala alguna importancia para lo que sucede hoy en el Perú?
¿No habría, más bien, que escribir sobre este pétreo sistema político, económico, cultural, que se apresta a cumplir veinte años en el país, y al que le da exactamente igual si los gobernantes son democráticos o autoritarios, exaltados o tímidos, expertos o novatos, con partido o sin partido?
Engels escribió alguna vez que la historia de Europa sería exactamente igual si no hubiera existido Napoleón. Yo siempre me he resistido a tan salvaje determinismo, y, sin embargo, a veces pienso que el Perú contemporáneo me está convirtiendo a cocachos a la cofradía determinista.
Que si lo manda el destino, no lo cambia ni el más bravo.
Pero luego respiro, y me repito lo que no podemos perder de vista: Humala no es Napoleón. Y que antes que examinar voluntades, en el Perú toca escudriñar capacidades.
En este artículo me pregunto por la política contemporánea en el Perú, donde casi todo se nos aparece como un largo déjà vu, donde el sistema político parece haberse independizado de toda fuerza social (individual o colectiva), donde se pasa suavecito del “cambio responsable” de García a la “gran transformación sin sobresaltos” de Humala, donde ir a votar parece cada vez más una pantomima sin consecuencias y donde, en fin, la alternancia electoral no cumple con su etimológico papel de alterar nada sustancial.
¿En qué consiste esta alternancia sin alternativa?, ¿de dónde extrae la fuerza para reproducirse?, ¿está destinada a reproducirse al infinito? ¿Qué se reproduce?
¿Cuántos ministros actuales de Ollanta Humala podrían haber sido ministros de Keiko Fujimori?
Mi cálculo es que, de los 18, la mitad se ponía sin problemas el fajín frente a la niña de los ojos de Alberto. Pero entristezcamos la pregunta y formulémosla como en realidad importa:
¿en cuántos ministerios actuales se estaría haciendo algo sustancialmente distinto si hubiera ganado Keiko Fujimori? Ahí mi cálculo se reduce a dos, tal vez tres. O sea, la colérica, polarizada y emponzoñada campaña presidencial que sufrimos en 2011, ¿qué importancia tuvo?, ¿para esto fue que agriamos nuestras relaciones amicales, familiares, profesionales?, ¿para esto nos dijimos cholo de mierda?
En este artículo me pregunto por la política contemporánea en el Perú, donde casi todo se nos aparece como un largo déjà vu, donde el sistema político parece haberse independizado de toda fuerza social.
Lo que se reproduce en el Perú es algo que llamaré un régimen (en sentido amplio).
No un mero régimen político —vale decir las reglas que rigen la forma en que se accede al poder—, sino un tipo de macro-arreglo institucional surgido con la Constitución de 1993 que cimenta la forma en que se articulan Estado, sociedad y mercado. Con esto aludo al mantenimiento general de dos esferas: en términos políticos, la conservación prácticamente inalterada del contenido de la Constitución de 1993 y, en términos económicos, la continuidad de un tipo de manejo económico que ha primado desde los años noventa generalmente calificado como neoliberal. La izquierda siempre asumió que el neoliberalismo y el autoritarismo fujimorista eran un combo único e indestructible.
Han pasado, sin embargo, 12 años desde que Fujimori dejó el poder, y está claro que al modelo económico eso del autoritarismo o de la democracia le daba igual, y lo que ha primado es la continuidad señalada. Desde luego, en otras dimensiones se han producido cambios, felices muchos de ellos, en especial tras la caída del gobierno corrupto de Alberto Fujimori (por ejemplo, la desaparición del Ministerio de la Presidencia, el encarcelamiento de muchos miembros del gobierno fujimorista, una recuperación notoria de independencia en los poderes del Estado, la eliminación de la compra de medios de comunicación con dinero público, la supresión de la reelección presidencial inmediata, etc.).
Pero, al comparar el Perú con su propia historia y con la historia reciente del vecindario andino, debemos aceptar que entre nosotros prima una persistencia política bastante sorpresiva. En un país donde ningún tipo de orden político consiguió ser duradero a lo largo de su historia, esta permanencia es de asombro.
La ausencia de sorpresas en la vida política peruana no debe oscurecer la genuina sorpresa de este Perú contemporáneo: la continuidad. Continuidad, repito, vis-à-vis su historia signada por discontinuidades, pero también frente al resto de países en la región donde recientemente se reformaron/derogaron constituciones por doquier y donde se pusieron en marcha reales esfuerzos por reformar/enmendar/desaparecer el modelo “neo-liberal”.
Ninguno de los dos tipos de reforma ha ocurrido en el Perú.
Y, sin embargo, cada uno de los presidentes posteriores a Fujimori fue elegido con un discurso que jamás se sostuvo en la continuidad y siempre en el cambio (con sus propios matices) de estas dimensiones políticas y económicas.
Pero no se trata únicamente de la continuidad de un régimen (el macroarreglo institucional surgido con la Constitución de 1993), sino de unas prácticas y de unos sentidos comunes que han prosperado arropados por dicha continuidad institucional.
Estas prácticas y sentidos comunes son de tipo distinto y se han asentado en diferentes esferas de nuestra vida pública.
Aquí quisiera enfatizar dos. De un lado, en el Estado, el fortalecimiento de una capa de tecnócratas que ha paulatinamente ganado presencia, solvencia e importancia, hasta convertirse en una suerte de garantes de la continuidad. No son unos guardianes ideológicos de la continuidad, sino los guardianes burocráticos de unos procedimientos y normas que son considerados como lo eficazmente correcto.
Esta nueva capa tecnocrática no tiene más de diez o 15 años, y aún es incipiente (no se trata de un servicio civil como el de otros países, es más informal), pero se ha hecho silenciosamente imprescindible.
Saben las de cuco y caco en el Estado. Migran de un ministerio al otro, y son los supremos creadores e intérpretes del ROF, el MOF y el resto de sagradas escrituras del buen funcionario público.
Es el mundo de los Secretarios Generales, quienes llegan a los ministerios con sus cuadrillas (generalmente con un asesor principal, un jefe de administración, un jefe jurídico, otro de presupuesto) y le informan al ministro cómo son las cosas.
El ministro suele estar perdido en el espacio al tomar el despacho y ruega encarecidamente por un Secretario General que ya haya sido Secretario General y es así que este y su cuadrilla se encargan de que las cosas se hagan bonito (o sea, que se replique la manera en que se llevaban a cabo durante los gobiernos anteriores), e impiden que el impresentable del ministro (¡un político!) y su panda de comechados (¡otros políticos!) arruinen la eficiencia ganada en estos años.
Han sido formados en un habitus impregnado de unos principios, prácticas y políticas chorreados desde el MEF y los organismos internacionales que han terminado convirtiéndose en los criterios neutros y correctos de la administración del Estado. Para decirlo en palabras de un ex Secretario General, “nosotros construimos la memoria institucional”.
Aunque nadie lo acepte con todas sus letras, es una capa que reproduce los valores de la nobleza de la tecnocracia: el MEF. Si me permiten intelectualizarlo, es el mundo de Pierre Bourdieu. Ahora bien, esta tecnocracia itinerante no es poderosa únicamente por su propia virtud, sino, como lo mostraré luego, porque lidia con una clase política indecentemente pobre e incoherente, a la cual es muy fácil limarle los dientes reformistas y filtrarle la agenda inmovilista.
El Perú político es la pesadilla de Habermas. Pocas cosas son más detestadas que el discurso, el floro político, la cháchara programática.
Hasta Alan García tuvo que ponerse a tono con este país alérgico a la labia. En segundo lugar, la continuidad del régimen también se materializa a través de ciertos sentidos comunes a nivel de la sociedad, en especial mediante algo que llamo una cultura política antideliberativa.
El Perú político es la pesadilla de Habermas.
Pocas cosas son más detestadas que el discurso, el floro político, la cháchara programática. Hasta Alan García tuvo que ponerse a tono con este país alérgico a la labia y guardarse sus mejores discursos para el ámbito internacional.
Pero nada ejemplifica mejor este ánimo antideliberativo que la ojeriza que los peruanos profesan hacia su Congreso, la institución que simboliza como ninguna otra la deliberación, la negociación, el debate de ideas. Una gran mayoría de peruanos cerraría el Congreso sin rubor democrático alguno. Más allá de las razones para haber llegado a esta situación, la tirria a la deliberación ha entronado al Poder Ejecutivo como el mandamás supremo de la política peruana.
Por eso es que el Perú puede gobernarse con una mayoría amplia en el Congreso (durante el gobierno de Alberto Fujimori) o sin ella (Toledo, García y Humala). Los decretos de urgencia, los supremos y los legislativos son, por mucho, el motor legal del país, mientras que las leyes emanadas del Parlamento son el decorado de aquellos.
El Congreso es permanentemente ninguneado, es adjetivo, baladí. Obviado por el Ejecutivo, lorneado por los medios de comunicación, detestado por la población.
Si el Congreso no puede tener una existencia efectiva sobre asuntos relevantes para el país, es imposible que se materialicen reformas o cambios por conductos democráticos. Porque quienes esperan que haya cambios (digamos, el electorado de Humala) no confían en que ellos sean deliberados, sino en que se impongan desde el Ejecutivo.
Y la oposición también espera capturarlo ahí. Derecha e izquierda, si me permiten la simplificación, confían en el cetro indiscutido del Ejecutivo y desconfían de la arena de discusión liberal.
Más que presidencialismo, predomina el providencialismo del presidente. Entonces, hasta aquí he mostrado lo que se reproduce, este régimen nacido con la Constitución de 1993 que ha dado lugar a prácticas y sentidos comunes en distintos niveles (he subrayado dos, entre otros).
El fin del gobierno de Fujimori significó el fin de un gobierno corrupto y de la captura más burda de las instituciones del Estado, pero el ordenamiento legal se mantuvo y un modo de articular Estado, sociedad y mercado también.
Posteriormente, a pesar de todas las diferencias que uno pueda encontrar entre los gobiernos de Alejandro Toledo, Alan García y el primer año de Ollanta Humala, estos han sido largamente similares. Una forma de mandar se impone casi sola. Gobernar en el Perú es abdicar en favor del célebre piloto automático. En suma, el sueño decimonónico de Porfirio Díaz en pleno siglo XXI: “Mucha administración y poca política”.
¿Por qué se reproduce?
Las razones para esta permanencia de lo habitual son, como es obvio, muchas. Comencemos por la más evidente: el éxito económico peruano. Un país que no solo no ha sufrido ninguna crisis severa en los últimos años, sino que ha prosperado en proporciones pocas veces vista en su historia. Son conocidas las cifras de los últimos años en materia de reducción de la pobreza, de creación de riqueza o nuestro per cápita alcanzando en la segunda mitad de los años 2000 el nivel que tenía en 1975. No hay que seguir machacando estos números, pero, menos aún, olvidarlos. Y para los que prefieren evidencia más antropológica, una buena observación de las ciudades intermedias del Perú (y compararlas con lo que eran hace veinte años) los convencerá de la brutal y reciente transformación del país.
¿Quién podría llegar al poder y querer alterar sustantivamente un ciclo económico tan auspicioso?
Sin crisis no hay reforma. Para ver cambios acaso habrá que esperar a que la China y la India desaceleren sus economías.
Para ponerlo sucintamente: los políticos son cada vez más débiles, y al llegar al poder deben enfrentar a actores no elegidos que son cada vez más fuertes. Esto inhibe la posibilidad del cambio. Pero, al lado de esta explicación económica y de otras posibles, yo quisiera enfatizar una razón política para explicar esta ausencia de cambio.
Nuestra clase política es cada vez más precaria; en estricto, no es una clase política. Y esta paulatina precarización es acompañada, en un movimiento inverso, del fortalecimiento de dos tipos de actor procontinuidad. De un lado, la capa tecnocrática emergente de la que ya he hablado, y que tiende a percibirse como la garante de la seriedad en el Estado y trabajar para la continuidad, y, de otro lado, ciertos actores con capacidad de veto sectorial.
Es decir, para ponerlo sucintamente: los políticos son cada vez más débiles, y al llegar al poder deben enfrentar a actores no elegidos que son cada vez más fuertes. Esto inhibe la posibilidad del cambio.
La precariedad rampante de la clase política se puede observar en distintos niveles.
En la elección presidencial de 2011 no hubo un solo candidato de cierta importancia que tuviera algún partido detrás (ni siquiera uno debilitado). En 2001, en cambio, habían peleado su pase a la segunda vuelta Lourdes Flores y Alan García, y en 2006 a ellos mismos se agregó Valentín Paniagua.
No quiero vender la falsa idea de que detrás de ellos existían organizaciones partidarias monumentales, pero había una cierta trayectoria política en los individuos y alguna lealtad a sus canteras políticas, y con ello un horizonte programático (y democrático).
En la elección de 2011, en cambio, ya no hubo ningún partido en la justa presidencial, todos candidatos anémicos de ideas, de organización, esforzados por vender una mera imagen.
Y, en tal contexto, desde luego, las opciones caudillistas, clientelistas y plebiscitarias aumentaron y sumaron muchos más votos de lo que esas opciones habían recolectado en las dos elecciones presidenciales previas.
De esa precariedad general nace Ollanta Humala. Su limitada capacidad política, intelectual y organizativa no es, en definitiva, culpa suya. Humala es la expresión de nuestra mediocre política.
Es como una nube gris en el cielo limeño, indistinguible del resto de la panza de burro. No creo que haya ningún otro presidente sudamericano tan simultáneamente indigente de aliados, de convicciones, de ideas, de recursos, de organización, de asesores.
¿Qué gran reforma podría encabezar Ollanta Humala? Ninguna. A Hugo Chávez le tomó coraje, convicción e inventiva arruinar a Venezuela. Incluso arruinar las cosas requiere de algún talento.
Esta precariedad cada vez mayor de la clase política se enfatiza en otros niveles también.
Pensemos en el Congreso peruano, donde al menos 70% de los parlamentarios se renuevan a cada elección. ¿Cómo podrían ejercer algún papel relativamente importante si se les va media gestión en aprender cómo funciona el asunto y, en definitiva, son conscientes de que tres de cada cuatro carece de toda oportunidad de ser reelegido?
Pero el punto más hondo de la insoportable levedad de la política peruana es el actual premier, Óscar Valdés. Sin más carrera política que la de haber candidateado a la presidencia regional de Tacna en 2010 (donde obtuvo el 4% de los votos), pasó a ser ministro del Interior y cuatro meses después era ¡primer ministro! A su inexperiencia política y ausencia de apoyos sociales, las voces de los pasillos agregan una inopia intelectual que no se refrena ni ante auditorios internacionales.
¿Cómo podría un premier con estas características encabezar algún tipo de reforma? Pero, seamos más despiadados, ¿cómo un presidente con algún anhelo o capacidad de reforma puede apuntar a alguien así para ser primer ministro?
Es posible (solo posible) que, cuando este artículo aparezca, Valdés ya no sea primer ministro. Y más allá de los nombres (en esta historia los nombres importan poco), no será una sorpresa que, en medio de esta general degradación política, Humala habrá tenido a dos de los primeros ministros de gestión más breve de las últimas décadas.
Y pensar que alguna vez abrigamos dudas de Velásquez Quesquén; hoy Humala daría su reino por un recorrido caballo Sipán.
Un último punto de esta clase política cada vez más precaria es la desaparición de contacto entre los múltiples niveles de gobierno. […]
El poder en el Perú (el control territorial de población y recursos) se mide ahora por cuadras y, en el mejor de los casos, distritos. Un último punto de esta clase política cada vez más precaria es la desaparición de contacto entre los múltiples niveles de gobierno.
Nuevamente, esto no es culpa ni de Humala ni de nadie en particular, es una condición general de un empobrecimiento político del cual Humala y su desgobierno son mero reflejo.
El poder en el Perú (el control territorial de población y recursos) se mide ahora por cuadras y, en el mejor de los casos, distritos. Es difícil describir el grado de fragmentación política al cual ha llegado el Perú.
Pero hagamos caso de Jean-Luc Godard cuando llamaba a confronter les idées vagues avec des images claires, y recordemos el video de los últimos momentos de la negociación del primer ministro Salomón Lerner con los dirigentes cajamarquinos a fines del año pasado. Aquel video que muestra a Lerner negociando con una legión de pequeños poderes es la prueba más espectacular que poseemos de lo que significa gobernar un país con el poder político pulverizado. En cada clase de ciencia política debería ser emitido obligatoriamente: democracia sin partidos en su punto más puro.
Cada uno de quienes negocian con Lerner está ahí en nombre de unidades ínfimas que ni siquiera domina del todo y, menos aún, representa.
Gregorio Santos no controla Cajamarca más allá de la plaza de armas, Saavedra manda en las calles circundantes, los alcaldes de Celendín, Bambamarca, etc. controlan la plaza de sus ciudades mientras las calles están en manos de movimientos sociales que no lideran, y en las zonas rurales mandan, despóticas y autárquicas, las rondas campesinas.
Y frente a este frondoso caos representativo de la protesta, del lado del Gobierno nacional, ¿qué encontramos? A un primer ministro y a un ministro del Interior que apenas unos meses atrás nunca se habían visto, que no comparten partido ni nada por el estilo, que discrepan sobre las estrategias a utilizar en dicha circunstancia, y, por último, comparten una situación en la cual el segundo está, en ese mismo instante, tramando con el presidente de la República clavarle un puñal en la espalda al premier.
El fracaso de aquellas negociaciones es, en última instancia, el resultado de una situación de precariedad de todos lados. Nadie lidera nada.
En ningún nivel. Y afuera de la sala, durante toda la negociación, ruge la muchedumbre enardecida y sin dirección. Ahora multiplíquese ese panorama por 25 departamentos.
¿Cómo se gobierna un país donde la representación se hace por manzanas y donde quienes llegan al poder de nivel nacional tienen cada vez menos relaciones entre ellos y esas microparcelas de poder?
Ahora bien, cuando esta clase política novata y desorganizada llega al poder se encuentra con actores recorridos y organizados. No tengo espacio para explicar en detalle este (des)encuentro entre figuras elegidas y no elegidas (es parte de una investigación en curso), pero es una de las razones principales por las cuales es muy difícil alterar el modelo peruano a pesar de los afanes de ciertos políticos.
Aquí el tiempo juega un papel fundamental. Como enseña el estudio de las instituciones en el tiempo (lo que llamamos institucionalismo histórico), las instituciones prosperan en el tiempo en medio de una lucha entre actores que buscan apropiárselas e imponerles su propia agenda.
En esta lucha en el tiempo, la permanencia en el seno de la institución resulta crucial para conseguir avanzar sus intereses.
Esta continuidad en el tiempo permite influir decisivamente sobre las instituciones.
Pero en el Perú solo la tiene la nueva capa tecnocrática ya mencionada y ciertos actores con capacidad de veto sectorial.
Estos veto players se han vuelto figuras cruciales de la política peruana. En especial en algunos sectores, ejercen una influencia innegable.
Hoy es muy difícil que el MEF quede en manos de alguien que no tenga la confianza de la Confiep, que el ministro de Energía y Minas provenga de otra órbita que la de la Sociedad de Minería y que el viceministerio de Pesquería (rama del Ministerio de Producción) sea ajeno a los intereses de los grandes intereses pesqueros.
Ahora, esto no quiere decir, como cree alguna izquierda encallada en los libros de Carlos Malpica, que el Estado esté secuestrado in toto por cuatro ricachones.
Quiere decir que ejercen influencia, que vetan (o sea, no hacen lo que les da la gana, impiden que se produzca lo que menos desean), y que lo vienen haciendo hace mucho tiempo y que, por lo tanto, tienen ventaja sobre unos políticos cada vez menos organizados, cada vez con menos ideas, cada vez más improvisados, en suma, cada vez más precarios.
Esta dinámica de actores, como es obvio, se asienta gradualmente en el tiempo, y a cada lustro los no elegidos se fortalecen y los elegidos se debilitan. La reproducción del modelo se asienta en esta dinámica.
El problema, claro, es que los ciudadanos nos quedamos con esta conocida sensación de votar cada cinco años, mientras otros votan todos los días.
La paradoja de la reproducción
La precariedad de la política peruana ha sido funcional al éxito del modelo económico peruano.
Este es indesligable de un país sin partidos, sin élite, de una sociedad a la cual, arrasada por la violencia y pauperizada por los ochenta, le pasaron por encima un modelo ante el cual no tuvo capacidad de sabotear, menos rechazar, ni siquiera pudo pitear.
Los politólogos siempre regresamos a la tragedia del país sin partidos, pero olvidamos que los partidos traen tragedias también. Todos deberíamos leer el texto notable y preclaro de 1992 de James Malloy sobre gobernabilidad y partidos políticos en la zona andina.
Los partidos eran un gran obstáculo para que estos países empobrecidos y a la deriva fueran viables.7 Así, el modelo que logró hacer avanzar al Perú en proporciones que nadie hubiera imaginado en 1990 se hizo sobre una sociedad desarmada, y la democracia reestrenada en 2000 siguió beneficiándose de la resaca del desarme. Aceptarlo no implica festejar el autoritarismo, es el laico reconocimiento de que virtudes y vicios no vienen en un solo paquete social, que conviven entreverados entre nosotros.
Así, el modelo que logró hacer avanzar al Perú en proporciones que nadie hubiera imaginado en 1990 se hizo sobre una sociedad desarmada, y la democracia reestrenada en 2000 siguió beneficiándose de la resaca del desarme.
Sin embargo, este modelo económico triunfante construido desde el empuje estatal sobre la precariedad política de la sociedad puede llegar a un límite.
Y quién sabe estemos acercándonos a él.
Cuatro movimientos me parecen indicar que podríamos asomarnos a ello.
En primer lugar, la sociedad ya no es una petrificada masa posconflicto. Lleva una década reclamando, boicoteando y perfeccionando el oficio de bajarle la llanta a las intenciones proempresariales del Gobierno.
En segundo lugar, las autoridades subnacionales cuentan con muchos recursos, lo cual energiza la protesta si ellas se alinean con sus movimientos sociales.
En tercer lugar, las autoridades nacionales, como ya mostré, poseen cada vez menos capacidades políticas.
Y, finalmente, muchas de las inversiones que buscan hacerse en el Perú ya no son proyectos medianos de unos cuantos millones de dólares, ahora son de miles de millones de dólares que ni empresarios ni gobiernos están dispuestos a perder.
El sostenido enriquecimiento de la sociedad peruana les ha administrado esteroides a todos los actores menos a las estructuras políticas e institucionales que deberían mediar entre los codiciosos actores en disputa. Si todas estas tendencias siguen acentuándose, aquello que era funcional al éxito del modelo económico (la precariedad política) puede revertirse y ser, más bien, el origen del fin del exitoso ciclo. Conga es el gran ejemplo de esto.
Pero hay algo adicional en esta receta contemporánea y explosiva para la parálisis: el norte ideológico. Alan García, hacia la mitad de su mandato, nos regaló esas piezas del positivismo del siglo XIX que eran sus artículos del perro del hortelano.
A uno podrán gustarle más o menos, pero García entendió que debía dar algún tipo de marco programático a su nueva forma de gobernar.
Dejó en claro su conversión hacia una nueva fe, y actuó y actúa en consecuencia. Ollanta Humala le debe al país su propio perro del hortelano. En las provincias del Perú lo han visto gritar no a la minería en tantas oportunidades durante los últimos años que se hace necesario que explique por qué hoy envía a las tropas para defender los intereses de esta. Da exactamente igual si yo estoy a favor o en contra de la minería. Ese no es el punto.
El punto es que en democracia uno debería, al menos, dar explicaciones cuando deshecha las promesas que hizo a sus votantes durante tantos años.
La conversión injustificada del discurso de Ollanta Humala solo enfanga más la situación del país.
Porque, en este país de incrédulos y desconfiados, si el presidente no brinda alguna explicación todos terminarán por convencerse de que simplemente fue comprado con sacos de dinero minero.
Lo cual solo enardecerá a la protesta, tendremos más muertos, detendrá más proyectos de inversión y erosionará el crecimiento económico.
Pero la izquierda debería ser consciente de que, si eficiente para ralentizar el crecimiento económico, la protesta será ineficiente para hacer caer a Humala.
La protesta en el Perú es fundamentalmente rural y circunscrita a espacios con minería, desperdigada sobre el territorio, lejos de la capital, sin coordinación y, sobre todo, carece de aliados urbanos.
Sin movimientos estudiantiles, sin las FF. AA., sin sindicatos significativos, será eficaz para torpedear ciertas inversiones, pero no alcanzará a poner en jaque a la presidencia de Humala.
¿Hacia el entronque histórico?
¿Cómo va a escapar Humala de esta paradoja por la cual aquello que era funcional al crecimiento económico de pronto deja de serlo? ¿Cómo va a superar un contexto de desorden que es evidente no tiene idea cómo encarar?
Alejandro Toledo —que al igual que Humala le tenía más miedo a su partido y a su familia que a la oposición— optó, ante el descontrol, por ceder una reforma de descentralización de la cual no estaba convencido, varió de primeros ministros según las épocas (para las mansas los liberales Dagnino y Merino, para las movidas los políticos Luis Solari y Carlos Ferrero) y, sobre todo, no se parapetó en su precariedad, sino que aprendió a delegar con juicio.
Alan García, a diferencia de Toledo y Humala, contaba con experiencia y partido (por más debilitado que estuviera). Sus primeros ministros más exitosos y estables fueron dos cuadros del partido. Su bancada en el Congreso fue una real bancada.
Cuando lo sacudió una inesperada crisis sacó de la chistera a Yehude Simon, y luego todo volvió a la normalidad. Ollanta Humala buscará también su propio Yehude.
Pero dudo que esto signifique algo más que un nombre provisorio y vacío de contenido para capear el temporal y barnizar de periferia su flamante look mainstream. Humala no parece inclinado a pasar por el aro de un primer ministro y un gabinete que haga política con él y la primera dama.
Buscará un subordinado que hacia fuera no lo parezca, pero que, hacia dentro, tenga claro que la cúpula política de Palacio es impermeable.
El riesgo es un verdadero “entronque histórico” entre humalismo y fujimorismo a través del puente de las FF. AA. y a la sombra de un reclamo general por orden. Ante la pregunta por posibles escenarios que le permitan a Humala salir de las arenas movedizas del desgobierno, Martín Tanaka ha escrito que este podría acercarse — más por necesidad de la coyuntura que por convicción— al fujimorismo.8 Tanaka está en lo correcto; el fujimorismo puede ofrecerle a Humala una bancada sólida que ya le facilitó notablemente la vida a García en el gobierno anterior.
Pero, en realidad, mucho más que la coyuntura acerca a Humala a los brazos del fujimorismo.
El riesgo es un verdadero “entronque histórico” entre humalismo y fujimorismo a través del puente de las FF. AA. y a la sombra de un reclamo general por orden. Porque es equivocado sugerir, como se oye a menudo, que Ollanta Humala está perdiendo “su base social”.
Humala lo único que tuvo es electores, y, si hace falta explicarlo, ellos solo sirven el día que hay elecciones. El fujimorismo y las Fuerzas Armadas entienden de cooperación en casos de ausencia de base social.
Si dejamos de lado cierta retórica antiinversión privada de un tiempo electoral que ahora parece prehistórico, Ollanta Humala siempre fue un candidato proveniente de la misma matriz de populismo autocrático que el fujimorismo.
Es la razón por la cual para socialdemócratas y liberales Keiko Fujimori y Ollanta Humala fueron el cáncer y el sida. Porque son dos candidatos que pertenecen a la tradición política del mandón y recogen votos que no brillan por sus consideraciones hacia las instituciones democráticas.
La gran tragedia de la primera vuelta de la elección de 2011 fue mostrarnos que ese electorado iliberal es largamente mayoritario en el Perú.
Dejemos que marxistas y neoliberales sigan analizando los resultados electorales como un puro asunto de política económica; más importante es, en realidad, el ansia por un Estado fuerte (democrático o autoritario da un poco igual) que solucione problemas, que esté presente y que ponga orden. Humala y el fujimorismo siempre pertenecieron a ese mismo tronco.
La izquierda se equivoca al embestir histérica contra el gobierno al grito de “dictadura”. Es un gobierno intransigente pero no autoritario.
Ni siquiera es justo el adjetivo de traidor, pues ha cumplido muchas de sus promesas electorales. En realidad, si lo pensamos sin pasiones, lo que falta para el acercamiento con el fujimorismo es solamente la costra fotográfica: debajo ya es un gobierno de bordados y encajes fujimoristas.
Óscar Valdés es la esencia misma del fujimorismo: empresario y militar.
¿Alguien tiene una mejor definición del fujimorismo?
Ollanta Humala despacha cada día a puerta cerrada con el exabogado de los Sánchez Paredes y con Adrián Villafuerte, su asesor principal, quien firmó el acta de sujeción a Vladimiro Montesinos en 1999 y fue mano derecha del general Saucedo en cada uno de los puestos que Fujimori le encargó: ministro del Interior, de Defensa y presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas hasta el año 2000.
Un aliado de primer orden del régimen fujimorista.10 O sea, el círculo íntimo de Humala ya es fujimorista, no partidariamente, pero en todas las dimensiones que importan ya lo es. Incluso el presidente del Congreso, Daniel Abugattás, ante la inminente censura de dos ministros y frente a una portátil esmirriada, afirmó que “Vamos a tener claro que lo que tenemos que enfrentar no es solamente el narcotráfico, no es solamente el terror, sino también a los partidos políticos trasnochados, tradicionales, que viven de la politiquería y no hacen sino servirse de la política día a día”.
¿Qué parte de esta frase no podría pronunciarla con igual convicción Kenyi Fujimori?
En fin, del entrevero del polo blanco y el polo rojo, emerge, a través de una alquimia más profunda que la de la coyuntura, el polo naranja. Si la foto entre Ollanta Humala y Keiko Fujimori no llega a concretarse se deberá más a que Keiko y Nadine son futuras rivales que a una falta de convergencia entre el rojo y el naranja.
Ahora bien, que sea de cúpula y valores fujimoristas, hay que decirlo pronto, no hace al gobierno de Ollanta Humala uno autoritario ni corrupto.
Tal vez Ollanta Humala, inesperadamente, le esté usurpando a Keiko Fujimori la labor de demostrarnos que era posible un fujimorismo sin Alberto, sin corrupción y sin dictadura.
La izquierda se equivoca al embestir histérica contra el gobierno al grito de “dictadura”. Es un gobierno intransigente pero no autoritario.
Ni siquiera es justo el adjetivo de traidor, pues ha cumplido muchas de sus promesas electorales. Así que es mejor que nos calmemos.
Porque solo en algún tipo de ensueño se puede considerar que la “polarización” podría dar lugar a una izquierda potente.
Mejor es no arrinconar a Humala porque lo potente, en realidad, va a ser cuando él y el fujimorismo (partidario o como forma de gobierno) nos arrollen con el favor de las FF. AA., los hurras de una clase alta obsesionada con seguir haciendo billete y una sociedad delegativa y hastiada de desorden.
La izquierda humalista ya se lució trayendo el Gremlin a casa, solo faltaba que ahora, además, lo alimente después de la medianoche.
Fuga: ¿hacia la alianza improbable?
“Bad ages to live through are good ages to learn from”. Eugen Weber
Este sistema que se reproduce al margen de los actores ha sido exitoso en el Perú. Pero cumplió su ciclo. A estas alturas el país está atrapado en la quietud. Los políticos indigentes, los tecnócratas de la inercia y los veto players nos han metido en esta refrigeradora que ya ni siquiera congela como antes. En el Perú, los liberales del mercado han mandado sin contrapesos, y hace un buen tiempo que hace falta un liberalismo del Estado.
Al solitario Adam Smith debe acompañarlo Max Weber. Pero la derecha lleva veinte años rechazando cualquier discurso sobre el Estado, sobre las instituciones políticas, sobre derechos.
Hoy que la reproducción del modelo por mano de la divina providencia pierde fuelle, culpan al Estado del empantanamiento, a las instituciones que no median, a la ausencia de partidos, etc… ¡Pero si hace diez años que cada vez que alguien quiere hablar de instituciones lo callan al grito de caviar!
Y, no dejemos de mencionarlo, la izquierda no se ha quedado atrás, y en su caso descalificaba estas mismas preocupaciones con otros términos: “continuista”, “pusilánime frente al modelo”, “institucionalista”.
El gobierno de Ollanta Humala es uno mediocre, pero en este momento, paradójicamente, su supervivencia es el requisito tanto de la supervivencia de la democracia como de la generación de riqueza.
La victoria de la esquina continuista en este primer año de gobierno de Ollanta Humala nos mete en dos problemas serios.
De un lado, esquiva la posibilidad de hacer las reformas serias y democráticas que el país necesita; sin embargo, en última instancia, ya sabíamos que esto no sucedería ni con un gobierno de Humala ni con uno de Keiko Fujimori.
Más grave, en cambio, es que el continuismo bajo Humala quiebra el mito democrático, destruye esa confianza íntima y última que sostiene a la democracia: que marcar una papeleta a solas en la cámara secreta y depositarla en el ánfora sirve de algo. Porque la democracia no es el régimen político del mercado, del Estado o de la nación. La democracia es del ciudadano, su fundamentación está en el individuo. Yo puedo estar a favor de que Miguel Castilla sea ministro de economía, pero no por eso puedo obviar que su presencia es una decepción democrática.
¿Qué diría la derecha si tras ganar Keiko Fujimori el ministro de economía fuese Félix Jiménez?
Así, tan grave como un golpe de Estado es vaciar de contenido el mito de que acudir a votar sirve para algo. Nuestra democracia, que ya salía herida de la elección de 2011, un año después solo ha seguido desangrándose. Como si estuviéramos para no detener la sangría (literalmente).
Según un informe de 2010 del Latinobarómetro, el Perú, Paraguay y Guatemala son los tres países de América Latina donde más gente apoyaría un golpe de Estado y donde menos gente defendería a la democracia.
De ese magma autoritario surge el voto hegemonizado por Ollanta Humala y Keiko Fujimori en 2011. Entonces, cabe preguntarse, ¿a quién le importan las instituciones democráticas en el Perú? Mi sospecha es que a no más de un cuarto de la población.
Seguramente al 20% que se plegó a Humala en la segunda vuelta y a 5% o 10% del voto de Keiko Fujimori en esa misma instancia. Vale decir, nuestros demócratas son precarios, como nos enseñó Eduardo Dargent, pero además, y sobre todo, son pocos; es un electorado aritméticamente minoritario frente al que prefiere la famosa mano dura. Pero el problema es que políticamente ese electorado democrático no es minoritario, ¡es inexistente! Todo lo que posee son ciertas voces en algunos medios limeños.
El país requiere que una fuerza política brinde coherencia a este electorado del cual depende que nuestra democracia prospere. Necesitamos algo que coagule a los pocos liberales y socialdemócratas.
En este momento, las diferencias que los separan son menores que los riesgos que corren. La derecha (al menos la razonable) debe comprender que a mediano plazo no es posible pedalear el modelo económico con las botas militares, que a diferencia de los noventa la economía no se va a sostener en la mera represión. Tiene que entender que, a la larga, todos estamos perdiendo.
Y la izquierda (al menos la razonable) debería dejar de atizar la violencia; ni Humala va a caer, ni Marco Arana va a elevarse al altar del poder por la vía de la movilización.
El gobierno de Ollanta Humala es uno mediocre, pero en este momento, paradójicamente, su supervivencia es el requisito tanto de la supervivencia de la democracia como de la generación de riqueza.
Lo peor que podría suceder es que los pocos ministros que todavía representan una opción no fujimorista (y que, además, hacen su trabajo de manera impecable) abandonen el gabinete o que Mario Vargas Llosa o Alejandro Toledo le retirasen la confianza.
Y hasta Nicolás Lynch, para citar un nombre sugerido por Mirko Lauer, que por convicciones socialistas ya se debería haber ido del Gobierno, por convicciones democráticas debería quedarse y cooperar a que el Gobierno no se deschave. Lo importante es que de aquí a 2016 los actores no jueguen sus fichas de tal manera que nos deslicemos hacia un caudillismo plebiscitario y poder así tener unas elecciones limpias.
Pero ¡faltan cuatro años!
¿De dónde sacará oxígeno Ollanta Humala? ¿De las FF. AA. y el fujimorismo o de los sectores moderados que, aunque sea con desagrado, lo sostengan en el poder?
Una vez más, la moneda en el aire.
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